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Hace cien años, desde el exilio, Miguel de Unamuno advirtió por carta a Primo de Rivera que tras la proclamación de la República el dictador ... sería sometido a la peor de las condenas para un cafre como él: ¡ser encerrado en una biblioteca! Esa misma penitencia merecerían hoy quienes, ufanos de cortas luces, insinúan que toda la comunidad científica, la profesión médica y cuantos se dedican a la lucha contra la enfermedad son títeres movidos por diabólicos poderes que mediante vacunas y otros procedimientos falsamente terapéuticos nos están convirtiendo en animalillos domesticados. A todos, excepto a ellos/ellas que presumen de una clarividencia suprema aunque no sepan hacer la O con un canuto.
Si estos 'listillos' cultivasen la sesera con más asiduidad comprenderían que la suya es una tara característica de la secularización moderna. El agudo Chesterton lo expresó pintiparadamente: «Desde que los hombres no creen en Dios, no es que ya no crean en nada sino que están predispuestos a creer en cualquier cosa». Conspiranoicos, complotistas y tragadores de bulos comparten con los supersticiosos idénticas anomalías perceptivas: propenden a percibir conjuraciones engañosas donde no las hay, tienen dificultades para evaluar correctamente el azar (creen que no hay nada casual, todo está relacionado) y la complejidad de lo real les desalienta.
El experto en psicología cognitiva Thierry Ripoll ha probado que «la carencia cultural es un poderoso trampolín para el complotismo». Antes, los no muy formados eran humildes en el reconocimiento de sus limitaciones. Ahora, los zoquetes negacionistas se creen alzados a un estatus superior porque han destapado las monstruosas mentiras del sistema. Una patochada, cierto, pero que motivacionalmente les refuerza en su alicaída autoestima.
'Abre los ojos', cantaban en la chirigota gaditana. Vale, ¡pero ábrelos ante un libro, y a ser posible de formación científica! Claro que tal vez esto no baste para encauzar a la tribu hacia una visión del mundo más sólida y coherente. Pues el negacionismo y el complotismo, como actitudes de desconfianza radical respecto al mundo, deben buena parte de su fuerza a un dato psíquico fundamental: el ser humano, siempre inclinado a vivir en lo imaginario, tiende a rechazar la cruda y prosaica evidencia. Nos acomodamos en el autoengaño, y tanto mejor cuanto más misterioso y arcano.
Así las cosas, contra las teorías del complot y sus partisanos quizá no haya respuesta más sensata que tomárselos a chirigota.
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