Ernest Lluch, 25 años
Jon Arrieta y Jesús Astigarraga
Martes, 18 de noviembre 2025, 01:00
Han pasado veinticinco años desde que un comando de ETA asesinó a Ernest Lluch. Desde el primer momento se elevó este crimen a una categoría ... especial, y adquirió un eco enorme y diferencial, del que la organización y su círculo envolvente hicieron uso en ese momento. Bastaba su silencio para corroborar, de forma más o menos implícita, que lo tomaban como una manifestación de su poder. Corrió incluso la idea de que había un motivo también especial para acabar con su vida: era partidario del «diálogo».
Entre tratar el asesinato como uno más de los perpetrados por la organización, no lo olvidemos, brazo armado de todo un movimiento, a su vez, muy bien organizado, o darle un valor especial, se impuso por varios motivos lo segundo. Todos, o muchos (entre ellos los firmantes de este artículo) contribuimos a dotar al asesinato de Lluch de un grado superior de gravedad, y, sobre todo, de lamentación. Pasado el tiempo, por varios motivos, la llamada izquierda abertzale (¿se puede ser de izquierda y progresista apoyando la pena de muerte?) ha ido modificando sus manifestaciones externas respecto a la posición que ha tenido y mantenido a lo largo de su historia. Han llegado a expresar su sentimiento por las víctimas pero, sin prescindir ni renunciar a la «coletilla»: de «todas» las víctimas. Diferenciaron la de Lluch para añadir que su muerte fue especialmente lamentable porque era partidario del diálogo, e incluso llegaron a decir que se le echaba de menos porque hubiera contribuido al entendimiento para la solución de lo que llamaban el «conflicto». ¿Pensaban igual cuando, veinte años antes, Lluch manifestó públicamente eso mismo, con la única condición de que los interlocutores en ese diálogo dejaran de matar? Todo el mundo tiene derecho a cambiar de opinión y expresarla. Pero, llegados al 25 aniversario de la muerte de Lluch, no podemos dejar pasar esa fecha sin poner de manifiesto algo muy simple pero inequívoco: lo que más le hubiera dolido es que se hiciera una distinción entre su asesinato y el de los demás, perpetrados, para más inri, por sedicentes salvadores de la patria que él tanto estimaba.
Ante el probable retorno de la lamentación porque se eligiera a Lluch como víctima y fuera inhumanamente ejecutada, sirvan estas líneas para pararnos a pensar y valorar el riesgo de entrar en el juego de estos mensajes más o menos subliminales, que no dejan de hacer, o insinuar, una distinción con los que supuestamente no merecen ser lamentados. Debe ser una advertencia seria ante el riesgo de entrar en la «lógica» de quienes se arrogaron la capacidad, incluso la legitimidad, de hacer esa elección. Los que manejaron los hilos de estas siniestras «selecciones» ejercieron el más extremo de los poderes: quitar la vida decidiendo a quién sí y a quién no. No se debe olvidar que convivimos en nuestro País con innumerables personas que, acaso por el simple azar, sortearon esa irremediable condena.
No podemos entrar en las mentes ni, menos aún, en los sentimientos reales de quienes están haciendo uso de estos mecanismos consiguiendo efectos sicológicos y morales que les convienen en estos momentos, pero sí debemos entrar en los nuestros y en el contacto que puede darse entre unos y otros, para lo que basta tener muy claro, cabe repetirlo, que lo que más le hubiera dolido a Lluch es que se hiciera una distinción interesada entre su muerte y la de las demás víctimas. Decía Alfredo di Stefano, en su época de entrenador, que lo que pedía al portero no es que las parara todas, sino que no metiera en su portería las que iban fuera. Creemos, como discípulos y colegas académicos, además de amigos, de Lluch, que esto es exactamente lo que nos pediría. Como investigador del pensamiento económico y político, buscaba especialmente la identificación de ideas arbitrarias, contradictorias, contraproducentes, especialmente las que iban enmascaradas en ideales y magnificencias. Se lamentaría de que en el caso de su persona se cayera en esa injusta incoherencia. La muerte de Lluch, por su autoría, su forma de ejecución y sus móviles, no puede ser olvidada, pero sin que ello suponga ignorar que forma parte de la lista de asesinados por ETA; una lista tan larga, cabe recordar, que permite llenar más del doble de los 365 días del año. Lo cierto y seguro es que la sociedad vasca ha vivido estas últimas décadas una realidad que ha resumido agudamente Maixabel Lasa al decir que prefiere ser la viuda de un asesinado que estar en el lugar de la madre de quien ha cometido el asesinato. Esa inexorable realidad, con toda su crudeza, nos interpela a todos y todas, porque, directa o indirectamente, de forma más o menos cercana, hemos estado o podido estar en alguna de las dos situaciones. Tenerlo en cuenta y recordarlo es una forma de mantener la memoria: no de lo que «no debió haber ocurrido» sino de lo que no debió hacerse.
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