Al alba
La música resiste a su propia razón, adquiere significados nuevos, en la medida en que cambia, muda y transforma la sensibilidad, tan fértil siempre
Han comenzado esta semana a recortar las ramas altas de los plátanos de sombra, que, a pesar de la poda, muestran el porte majestuoso de ... las grandes especies. Son como edificios antiguos y clásicos, señores y señoras de la ciudad elegante y fascinada, festival de cine y de mar, laberinto de pasiones sin consumir, de tumultos apagados, de calles abiertas y de destinos cerrados, como a medio gas. Hace cincuenta años, este día, el régimen de Franco fusiló a cinco jóvenes: tres del FRAP y dos de ETA. La conmoción fue general, porque las presiones y movilizaciones para evitarlo fueron numerosas en todas partes, no sólo aquí. Recuerdo las calles vacías ese día; no llovía, que yo sepa; un tímido sol intentaba alegrar el ambiente; los plátanos de sombra, recién podados, parecían esqueletos vegetales; las hojas caídas estaban en estado de alerta; el asfalto era extraño, tanto que parecía un camino antiguo. Había cabinas de teléfono en algunas esquinas; funcionaban. Fuimos llamando a quienes queríamos con la intensidad de la edad, con el júbilo de saberse correspondidos o, al menos, atendidos al otro lado de la línea invisible.
Si alguna vez tuvimos ocasión de hacernos adultos fue entonces, con la conciencia de que algo caduco y cruel estaba a punto de morir y de que algo nuevo y pacífico iba a nacer. Ignorábamos qué. No conocí en aquel tiempo tan lejano a nadie que se proclamara demócrata. Alguno habría, supongo. La democracia era un arte desconocido y ajeno. Sabíamos, de oídas, que existía en algún lugar cercano, Francia sin ir más lejos. Habíamos viajado poco, las grandes teorías nos eran ajenas, la práctica diaria era pobre, pero consolaba. Antifranquistas había muchos, menos de los que luego harían alarde de esa condición, pero tampoco fueron años de pasearse a cuerpo e ir mostrando cada cual sus enseñas, sus ideales, sus cicatrices.
«Quiero que no me abandones, amor mío, al alba», recitaba Aute. Es una canción de amor que sigue conmoviendo. Pasado el tiempo, ha dejado de ser aquel canto desolado, vehículo que transportaba un vagón de melancolías, una carga de metafísica, derrota y muerte. Quizás el autor no quiso decir lo que se entendió, porque todas las despedidas son tristes; carecen de solemnidad y causan dolor.
La música resiste a su propia razón, adquiere significados nuevos, en la medida en que cambia, muda y transforma la sensibilidad, tan fértil siempre. No deja de crecer, como los árboles bellos que dan sombra y alivio.
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