España y la globalización de los mediocres
En España no existe un proyecto de país alternativo por parte de ninguna de las fuerzas políticas de nuestro arco parlamentario, ya sean de derechas ... o de izquierdas, que suponga resistencia alguna al neoliberalismo rampante. Al hacer esta reflexión quiero citar a filósofos y pensadores como Diego Fusaro, que desenmascara a la izquierda subalterna; o Laurence J. Peter y Raymond Hull ('El principio de Peter'), los primeros testigos de la proliferación de la mediocridad en un sistema en el que el ser humano tiende a ascender hasta llegar a su máximo nivel de incompetencia, siendo el resultado de tan irracional escalada la guerra, el deterioro medioambiental y las injusticias sociales. A estos se suman Ernesto Laclau ('La razón populista', 2005), que refleja lo pernicioso del populismo; Pierre Rosanvallon ('El buen gobierno', 2015), manifestando que los regímenes democráticos consagrados por las urnas no implican que se gobierne de manera democrática; Naomi Klein ('Decir no, no basta', 2017), que revela el funcionamiento de la doctrina del shock y la respuesta ciudadana a la misma y, finalmente, Alain Deneault ('Mediocracia', 2019), bosquejando el momento histórico actual en el que ha cristalizado la mediocracia como peligroso fenómeno social cuya clase dominante, los mediócratas, sirven sólo al poder.
El triunfo de la mediocridad se identifica con el mundo político, pero su sombra es mucho más alargada. En España, al igual que en otros países, los ciudadanos coinciden en identificar políticos mediocres que se agrupan en partidos y que entre ellos eligen al líder de los mediocres. Y quizás tengamos que aceptar que, dominados por reflexiones tan simplistas, también somos unos mediocres cuando en la sociedad en la que vivimos se han acomodado dos modelos preponderantes; una clase opulenta que aumenta su fortuna aprovechando las crisis y que está relacionada con la corrupción política, el saqueo de lo público y la explotación depredadora de los recursos naturales, y otra, la de los mediocres forjados por una desvalorización del conocimiento y su transformación en mercancía sujeta a la precariedad. Este fenómeno no es de ahora. Se inició en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando los procesos sistémicos favorecieron que personas con niveles medios de competencia ascendiesen a posiciones de poder, apartando en su camino tanto a los supercompetentes como a los incompetentes.
La epidemia mediocre se nutre de la sumisión, del respeto a las normas, de la veneración al poderoso y de la aceptación de los abusos y desmanes políticos, económicos y fiscales del capital financiero. Mientras seamos útiles recursos humanos, el mecanismo seguirá funcionando y los ciudadanos podremos seguir dedicándonos a criticar a políticos que no son capaces ni de formar gobierno. Así estamos en una España en la que el mapa político cada vez se parece más al de Europa y en la que la crisis de la globalización, con sus cada vez mayores demandas de seguridad y orden; la cuestión territorial y la ira y el enfado contra una clase política aislada, dependiente de los grandes poderes y sin un proyecto real capaz de resolver los grandes problemas de la gente normal, minan su futuro en un momento de transición geopolítica de la economía-mundo y de grave crisis de la UE.
Riqueza y mediocracia urden un ecosistema de poder que poco a poco ha ido modelando a los ciudadanos, a los intelectuales, a los creadores, para que su vida transcurra en un mercado donde el capital cultural sea tan sólo un producto de consumo de masas destinado a la evasión. Poco pensamiento, mucha diversión y, siempre, discreción a raudales. La contribución de la división y la industrialización del trabajo, manual e intelectual, al advenimiento del poder mediocre y su dominio es un hecho incontestable. La especialización y el perfeccionamiento de las tareas han encumbrado como expertos a embaucadores y charlatanes de feria que recitan frases simples, pero oportunas, y con escasas trazas de verdad. Se reconocen inmediatamente, se organizan, se hacen favores y cimentan, poco a poco, un poder que crece continuamente. La norma básica de la mediocridad se refleja en la imitación del trabajo que predispone la simulación de un resultado y de ahí que el acto de fingir se convierta en un valor en sí mismo. Ese mundo es de cartón piedra y en él la ética brilla por su ausencia. El talento se menosprecia y a las instituciones que lo generan, fundamentalmente las universidades. Nacen así los que Hans Magnus Enzensberger definió como «analfabetos secundarios», generados en masa por instituciones educativas y centros de investigación, y que son personas que, aunque poseen el acervo de conocimiento útil, no lo utilizan para cuestionarse sus fundamentos intelectuales. Este mundo, que ya está en manos de la mediocracia y que se extiende sin encontrar resistencia, es ya un sistema que nos permite señalar a nuestros políticos como mediocres, cuando también los hay malos y muy malos, lo mismo que los ciudadanos que les votan.
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