Ya hace falta valor para callarse tanto
Hoy tocaría hablar de ciclismo, un asunto complejo del que desgraciadamente todo lo que sé se lo he leído a Ander Izagirre, que, por otro ... lado, no es poco. Con todo, allá va: la historia es conocida, aunque no desde hace mucho porque quienes pudieron contarla nunca lo hicieron. Durante la guerra, Gino Bartali, con fama más bien de fachilla por razones que serían largas de explicar, se dedicó a llevar fotos de judíos y a traer pasaportes falsificados. Tanto a la ida como a la vuelta, llevaba el material oculto debajo del sillín y dentro del cuadro de la bici con la que fingía que entrenaba. Bartali trabajaba para la red de Giorgio Nissim y se calcula que debió salvar la vida de unos ochocientos judíos.
Y siendo esto admirable, aún lo es más que el ciclista no dijera ni mú en toda su vida. No le contara a nadie que durante la ocupación se dedicó a sabotear al ocupante. No se las diera -y bien que podría haberlo hecho-, de héroe antifascista. No se sabe si es más difícil callar en un interrogatorio o en sociedad. Sólo cuando en 2003 murió Nissim, sus hijos encontraron unos papeles en los que contaba la labor clandestina de Bartali, fallecido tres años antes sin abrir la boca.
Ahora apenas queda alguien que haga algo levemente loable, exento de costes o riesgos, sin darse ínfulas y, en un rapto de humildad, pregonarlo a los cuatro vientos. Por eso la historia de Bartali, el extremista de la discreción, es tan pasmosa. Lo era en su día y lo es más ahora, bajo el Sacro Imperio Instagramer.
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