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Los problemas con la báscula empezaron hace cuatro años, durante la pandemia. Irati tenía entonces 12 años. Le disgustaba el reflejo que le devolvían los espejos y poco a poco, el ejercicio y la comida se convirtieron en una obsesión hasta que acabó envuelta en una enrevesada espiral. Estuvo varias veces «a punto de morir» por su negativa a comer. Después de varios ingresos en la unidad infanto-juvenil del Hospital Donostia y de su paso por el comedor terapéutico; de días acompañada de una sonda que la alimentaba y celebraciones de cumpleaños en una cama de hospital, desde hace cinco meses está ingresada en una clínica privada en Barcelona con la esperanza de que el tratamiento que sigue a diario le devuelva las fuerzas para volver a ser la niña que era.
Aunque «el caso de Irati es complicado. Ha estado tan mal...», cuenta su madre, Esther Hernández, que reclama una mayor sensibilización, recursos públicos y coordinación entre los especialistas para tratar los trastornos de conducta alimentaria como el que padece su hija Irati, –en Gipuzkoa no existe una unidad específica– así como ayuda económica para poder afrontar los costes de este tipo de clínicas privadas. Siente «mucha impotencia» al ver cómo su hija se va consumiendo a más de 400 kilómetros de distancia y este comienzo de año no ha sido fácil. «Al principio le iban a dejar venir en navidades, pero los médicos no le han visto preparada», explica esta hondarribiarra, cansada de pelear contra el mundo.
Esther Hernández
Madre de paciente de anorexia
Fue durante la pandemia cuando Irati se empezó a obsesionar con las calorías que ingería, al igual que muchos jóvenes que aumentaron el ejercicio físico «hasta límites patológicos» controlando también en exceso su alimentación, lo que desembocó en un «aluvión» de casos graves de anorexia restrictiva y desnutrición grave iniciados durante el periodo de confinamiento en casa, tal y como constataron entonces en el Hospital Donostia.
En el caso de esta joven, que ahora tiene 17 años, empezó a hacer «mucho deporte, a subir y bajar escaleras, correr, andar... lo de andar era exagerado. Después empezó a comer ensaladas, verdura, todo a la plancha... y a separar la comida. Decía que se estaba cuidando. Es verdad que Irati era un poco gordita, pero le dije que así no, que le llevaba a una profesional para que le enseñara a comer, pero ya estaba pillada. Además la gente le empezó a decir que qué guapa estás... y la cosa fue a más. Cada comida era una pelea, hacía cosas como ponerse de pie para comer», explica Esther, que se puso en contacto con la asociación Acabe al observar que el comportamiento de su hija no era normal. «Estaba dejando de comer, estaba muy obsesionada con su cuerpo, se miraba mucho al espejo y cuanto más bajaba de peso, más grande era la ropa que se ponía. Si queríamos que comiera, había que cocinar como ella decía. Para Irati, que siempre ha sido muy perfeccionista, la hora de sentarse a la mesa era un trauma. Y me dije 'esto no va bien'».
El rostro de esta madre delata el impacto de esta enfermedad en las familias, desde el desafío de leer las primeras señales de alerta hasta la odisea de encontrar un equipo profesional especializado. Su vida se convirtió entonces en un 'baile' de consultas médicas. «Fuimos al pediatra pero me dijo que eran cosas mías, no le dio importancia. Y con 14 años, que ya no tienes pediatra, su médico no estaba, te atendía el sustituto del sustituto.... Llevábamos año y medio dando tumbos, era una impotencia. Al final, gracias a una médico de cabecera, encaminamos la cosa y empezamos con analíticas, psicólogo, endocrino...». Sin embargo, se han encontrado con largas listas de espera y la falta de una atención «coordinada», por lo que la única vía que se abre para estos padres es la de acudir a un centro privado, según critica Esther. Les cuesta «7.000 euros al mes. Estamos tirando de ahorros y con un préstamo. Es una impotencia». Según explica, «el Gobierno Vasco subvenciona otra clínica en Barcelona pero a Irati le faltan cuatro ingresos más para entrar». En este extremo se pregunta, «¿cómo tienes que estar para que te hagan caso?».
Le cuesta seguir el hilo de las idas y venidas al hospital y las puertas que ha tocado para pedir ayuda. Desde los 12 años, Irati ha pasado por diferentes especialistas pero, según señala, cada uno de ellos le ha dado una solución parcial al problema. Hasta el año pasado no existía en Euskadi una unidad de trastornos de la conducta alimentaria (TCA) como las nuevas aperturas de Galdakao y Álava. «Mi hija estaba mal, no salía de casa, no se relacionaba con nadie, estaba todo el día en su cuarto, paliducha, no era vida. Tenía una depresión de caballo. Irati estaba para ingresar pero en Gipuzkoa solo hay 8 camas, además es para casos de salud mental en general, no solo de anorexia, y no había sitio». Hay casos más desesperados que el de ella, les vinieron a decir. «Una de las veces estaba tan mal que Irati me decía, 'ama por favor llévame al hospital, me quiero curar'. Subimos a Urgencias y la ingresaron en digestivo. Surrealista. Estuvo un mes y medio. Le tuvieron que poner una sonda y cogió peso al principio, pero esperaba a que nos quedáramos dormidos para ir al baño a hacer sentadillas. Un día le dijo al médico: 'me has cebado como a un pollo, pero la cabeza la tengo igual'. Y tenía toda la razón», dice Esther.
Según los expertos, el impacto de los TCA va mucho más allá de la alteración en la conducta alimentaria. «En el cole le llamaban gorda, fea, hipopótamo, no vales nada. Todo eso se le fue quedando en la cabeza y en la pandemia fue cuando explotó».
En marzo de 2023 se libró una cama e ingresó en la unidad infanto-juvenil del Hospital Donostia. Después pasó por el comedor terapéutico «pero la cabeza no avanzaba y siguió perdiendo peso. Una noche, se metió en la cama conmigo, le abracé y era todo hueso. Es que ves cómo tu hija se deshace». El segundo ingreso llegó en verano del año pasado. Irati tenía 16 años y pesaba 31 kilos. «Me llamaron varias veces diciendo que se negaba a comer. Se le fue la regla, empezó con osteopenia... (principio de osteoporosis). Pasaba el tiempo y no habíamos avanzado nada. Fuimos a visitar una clínica privada en Barcelona y decidimos ingresarla. Lleva 5 meses y está mejor, le queda un poco de peso por coger, aunque lo tiene muy metido en la cabeza. Se ve tremendamente gorda. No sabemos dónde saca las fuerzas, es mucho sufrimiento», expresa esta mujer, que reclama una «mayor prevención».
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