El reto navideño: ¿qué me pongo?
del virus a la guerra ·
Los festejos 'resucitan' tras dos años pandémicos, hemos cumplido el ritual de fracasar en la Lotería y por ahí asoma ya la Tamborrada: la vida nos sonríeCuando la pasada semana el compañero responsable de esta sección del periódico me recordó que hoy me tocaba por calendario laboral entregar esta columna y, ... a modo de posibilidad, me sugirió la idea de abordar el retorno postpandémico a las grandes cenas familiares, no lo dudé: «Soy tu hombre», le contesté. Cada año me pregunto cómo habrá mutado la celebración del nacimiento del hijo del carpintero en todo esto, pero dejando a un lado cualquier reflexión, aquí va lo mío, escrito bajo una certeza –no puede ir dirigido a la gente feliz, que tiene otras cosas que hacer– y una incertidumbre –lo mismo se publica entre una página dedicada a cuánto ha subido el precio del cordero y otra centrada en cómo ejecutar la Maniobra de Heimlich si algún comensal se atraganta con una espina de merluza–.
La pandemia dificultó y en algunos casos impidió que en los dos últimos años las familias se reunieran en torno a la mesa navideña y hubo quien vivió aquel contratiempo en el ámbito de lo entrañable como un drama, pero no lo fue, igual que tampoco lo es el retorno de esta tradición, por más que unos cuantos lo contemplen con un cierto horror. Después de dos años, ya ha 'resucitado' de entre los muertos la fiesta de Santo Tomás, ya hemos cumplido con el ritual de fracasar en la Lotería y en cuanto pase todo esto recuperaremos la Tamborrada. La vida nos sonríe.
Alguien acuñó el chiste de «Las Navidades, ¿qué tal? ¿Bien o en familia? Jajá» y la especie hizo fortuna hasta el punto de que aún hoy en día los más descolgados siguen dale que te pego con la chanza. En el imaginario popular, muchos se preguntan qué mecanismos de chantaje emocional, nada sutiles, entrarán en juego para que tantos y tantos acudan desganados o incluso rebosantes de hostilidad a estas citas navideñas y sin embargo, ahí acabamos todos, pelando langostinos. La respuesta es que estas celebraciones que han atravesado el tiempo y todavía prosperan es porque aún hay muchísima gente que las ama. Allá vamos los individuos, en el papel de parientes, al exorcismo colectivo de fantasmas y demonios, bajo el imperativo moral de que todo va bien, aunque en realidad sean escasas las ocasiones en las que va bien todo.
Desde un punto de vista pragmático, el formato perfecto para estos festejos pasa por acudir a la francesa, emulando a la selección gala en la final de Qatar: prolongar el poteo previo lo máximo posible, aparecer en la cena cuando faltan diez minutos para que concluya y reanimarla insuflándole nueva vida.
Aquí se festejan las presencias y se lamentan las ausencias, que en algún momento de la noche irrumpirán en el comedor. Pese a la abundante iconografía navideña, la imagen que mejor encarna estas celebraciones puede ser 'La última cena' de Da Vinci, en la que los comensales se agolpan en un lado de la mesa, mientras dejan libre todo el de enfrente, un inadvertido homenaje a quienes un día se sentaron ahí, pero por diversas razones –generalmente, lamentables– ya no.
Y ahí, sobre el mantel de las grandes ocasiones y las vajillas de los banquetes especiales, circularán las exageradas expresiones de afecto y las tensiones soterradas, pero los anuncios televisivos nos construyen a su imagen y semejanza, y cualquiera ha visto a estas alturas los suficientes spots navideños como para saber qué es lo que se espera de cada cuál cuando se sienta a la mesa. Quienes mejor entienden su papel en esta liturgia son los 'enfunfurruñados' adolescentes, que pasarán la cena consultando el móvil, bien para charlar con sus amigos, bien para comprobar cuán lentamente transcurren los minutos. Al resto, el parchís y la televisión no les hará libres, pero les aliviará el cautiverio.
A pesar de las circunstancias personales de cada cual, de las noticias alarmantes, del futuro incierto y de las admoniciones de los expertos –que sumirían en la depresión a Carlinhos Brown–, celebremos algo, por ejemplo, que aquí y ahora, no hay mayor honor que el de seguir vivos. Otras familias también se reunirán estos días, pero en torno a una cama de hospital o irán de visita a la residencia de ancianos. Así que cualquier día que pases en pie es un buen día.
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