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Aquellos veranos, a finales de los 70, acompañaba a mi tía Juani a recoger manzanilla silvestre en las campas de Lesaka. Allí, sentados en cuclillas ... me enseñó a distinguir las margaritas de la flor de manzanilla. Al atardecer emprendíamos la vuelta, derrengados, cruzábamos pistas y senderos de caballos hasta llegar a nuestro oasis. En un rincón sombrío, flanqueado por helechos, brotaba un manantial que se abría camino desde la montaña. Formábamos un cuenco con las manos y sorbíamos con urgencia el agua helada antes de que se escurriera entre los dedos.
Así bebieron nuestros ancestros durante miles de años. Después evolucionamos. Con aquellas mismas manos fabricamos otros cuencos, estos de barro, y más tarde, ánforas, cisternas, botellas, vasos hasta hoy en que compramos el agua envasada.
No he vuelto desde entonces a aquella campa e ignoro si el manantial sigue vivo o en su lugar hay una urbanización de casas adosadas. Hemos avanzado tecnológicamente y, en lugar de adaptarnos a la naturaleza, la transformamos para que sea ella la que nos sirva a nosotros. Ahuecar las manos para hacer un cuenco es el último gesto que conservo de mi herencia primitiva. Tres veces al día lo repito para enjuagarme después de cepillarme los dientes. Noto como el agua se escurre entre los dedos y conecto con un tiempo agreste en el que no necesitábamos nada más para fabricar recuerdos. Esta mañana he leído que actualmente es ilegal recoger manzanilla en el campo.
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