«Mi madre sabe que estoy en San Sebastián, pero no en la calle»
Oumar S. de 27 años, asegura que no habría huido de Mali de haber sabido que dos años y medio después seguiría sin techo y sin trabajo
Oumar S. nunca llegó a ver la guerra en Mali, pero en cuanto la intuyó cerca, huyó del país. Con su padre fallecido, pretendía buscar « ... una vida mejor» que los campos de maíz y ayudar desde la lejanía a su madre y hermana de 17 años, diez menos que él. Tras mes y medio viviendo en la calle en Donostia, está lejos de generarse unos recursos siquiera para sí mismo, pero al menos tiene una meta: el 28 de agosto, que es cuando tiene la cita en la comisaría de la Policía Nacional para la vital entrevista de cara a que le puedan conceder el asilo.
Su situación la resume muy gráficamente. «Estas galletas», dice a las 12.30 horas mostrando cuatro biscotes, «es lo único que voy a comer» desde que ayer nos dieron de cenar a las 20.00 horas. El táper caliente que les ofrece el colectivo Kaleko Afari Solidarioak es «nuestra única comida del día», aunque «los vecinos nos traen algún pan, fruta, galletas... CEAR y la gente nos están ayudando. No queda otra que ser fuerte, pero es duro no saber hasta cuándo estaremos así».
La higiene es algo que preocupa a estos malienses. «Solo tenemos el baño de CEAR y para lavarnos, la fuente o la playa. Yo llevo quince días con el mismo pantalón y la misma sudadera», apunta. «El resto me lo robaron», cuenta este joven de 27 años y, pese a todo, sonrisa fácil. Una sonrisa que trata de trasladar a su madre por WhatsApp. «Hablamos casi todos los días, pero no le cuento todo. Sabe que estoy en San Sebastián, pero no que estoy en la calle. Ya es duro para mí, y no quiero que sufra».
Hace ya dos años y medio que dejó Mali, en enero de 2023. Necesitó más de año y medio llegar a Europa, en una ruta que le llevó por Mauritania hasta el norte de Marruecos. Según cuenta, se movió por carreteras mauritanas, «en buses pequeños», a medida que trabajaba poniendo azulejos para ganar dinero para el trayecto. «En Marruecos no llegué a trabajar. Es un país muy complicado, duro». Logró llegar a Nador, de cuyas playas salen las pateras hacia la península Ibérica, y cruzar el estrecho «a la tercera», sonríe. En los dos intentos previos su grupo fue descubierto por la policía, así que no les quedó otra que «correr y ocultarnos» de nuevo en el bosque para no ser detenidos. Dice que por el trayecto por mar pagó 1.300 dírhams (unos 125 euros).
La casilla de salida
Tras acceder a España por Almería, siguió hacia el norte por Madrid e Irun hasta París, donde un amigo le había asegurado que había «papeles y trabajo». Pero al llegar a la capital gala, «nada de nada. Solo hambre. Francia no ayuda nada». Probó fortuna en Burdeos y durante una semana en Bruselas. Pero aquella llegada a Almería desde Marruecos, le condena por ley a pedir asilo en España. Cuando dejó Mali, no imaginaba que 30 meses después estaría casi en la casilla de salida. «Si lo llego a saber, no me habría ido», confiesa. Pero como muchos compatriotas, regresar a casa sin triunfar es una piedra con la que nadie quiere cargar en su mochila.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión