Cuando ya no es imprescindible hacer cola para ver exposiciones, museos o edificios históricos porque compras previamente las entradas online y así te reservas un ... acceso rápido premium, nos hemos fabricado colas de otro cariz. El hombre, parece, tiene esa inclinación natural hacia la aglomeración y la compañía.
Así, tenemos aquí y ahora acreditadas y glamourosas colas para tomar sendas tortillas, una simple y otra de tres pisos y mucha cebolla o para tartas de queso, el cheesecake vasco de toda la vida. Hacemos procesión para acceder a una barra y catar pintxos variados o para llegar al mostrador de una panadería.
El sábado noche, en la segunda esquina más ventosa y destemplada de la capital, en un día ya de por sí destemplado, la enorme cola daba la vuelta al chaflán. No era fácil adivinar el objetivo: un personal diverso en edad, aspecto e indumentaria. La atracción no podía ser la tienda de bolsos, tampoco el comercio de piedras nobles, preciosas y semipreciosas, ni podía atribuirse semejante interés a la cosmética coreana de la otra tienda… Aquí, la que suscribe, de natural investigador y gran olfato periodístico, acude a las fuentes, concretamente a los varones primeros de la cola. Era fuerte pero lancé mi primera pregunta a bocajarro: ¿Qué hacéis aquí?
La respuesta no te la imaginas: tras la puerta todavía cerrada de ese sótano había una pizzería. «Necesitamos –hablaba en nombre de todos sus congéneres– hidratos de carbono. Mañana hay maratón».
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