Una espesa niebla
Cada vez que miraba por la ventana estaba ahí, apenas se veía la calle. Pasó el tiempo y la bruma persistía, yo sentía que mi mundo, como mi vida, estaba desapareciendo
Hubo un tiempo en el que todas las mañanas amanecían con niebla. Me despertaba, miraba por la ventana y a duras penas veía la calle. ... Iba al baño a afeitarme, volvía a mirar y ahí seguía. Era densa, como con vida propia, a través de ella tan solo se filtraban los resplandores del semáforo de enfrente y poco más. El mundo externo quedaba reducido a las desvaídas luces verdes y rojas del faro al que me encomendaba todas las mañanas para comprobar si más allá de mi ventana todavía seguía existiendo algo.
Lo curioso es que, cuando terminaba de desayunar y salía a la calle para ir al trabajo, la espesa niebla ya había desaparecido; no quedaba ni rastro de ella, ni un jirón rezagado entre las farolas. Distinguía perfectamente los portales y las caras de la gente, y el semáforo lucía más luminoso que nunca. Era aquel un misterio que no lograba desentrañar por más vueltas que le diera en mi cabeza.
A mí lo de la niebla me fue volviendo taciturno. Si al salir de casa coincidía con un vecino en el ascensor y le comentaba lo triste que había amanecido el día, ni siquiera me respondía y se limitaba a mirar las linternas que llevaba atadas en el sombrero, ya que siempre salía con los faros antiniebla encendidos para poder orientarme por la calle. Tampoco es que gastara mucha pila, pues pronto apagaba las luces intimidado por las miradas de chufla de los peatones que caminaban bajo un sol radiante.
«Siempre salía con linternas atadas en el sombrero para poder orientarme por la calle»
En la oficina se reían de mí y ya me habían puesto mote. Me llamaban el lumbreras por lo de las luces y cuando me acercaba a la máquina de café a por un expreso sin azúcar, que es como me gusta, todos callaban y se apartaban para hacerme el pasillo. Una vez tropecé y rodé por el suelo con el expreso, el sombrero, las linternas y mi dignidad entre las carcajadas de mis compañeros. Creo que quien me puso la zancadilla fue Inesita Carballosa, pero no tengo pruebas. Hubo un tiempo en el que estuve secretamente enamorado de ella.
Pasaron los años y la niebla persistía, cada vez más espesa. Ya apenas distinguía las luces del semáforo y yo sentía que mi mundo, como mi vida, estaba desapareciendo. Hacía tiempo que no trabajaba en la oficina, de la que me habían despedido por lunático, y me había colocado como vigilante nocturno en una fábrica de fundas de edredón, un puesto en el que pronto destaqué porque gracias a mis luces no se me escapaba ni un ratero en la oscuridad.
Llegaba a casa de madrugada, con el tiempo justo de limpiarme los dientes antes de mirar por la ventana y ver clarear el día entre aquella bruma que no me abandonaba. Dormía, en mis sueños las imágenes aparecían veladas y, si me desvelaba, corría la cortina con la delicadeza de un prófugo tan solo para comprobar que allí seguía la niebla, la maldita niebla.
«Pedí ayuda a psiquiatras, fundé partidos, icé banderas y recé rosarios, pero nada resultó»
Pedí ayuda a psiquiatras, consulté a un meteorólogo, recé rosarios, fundé partidos, me escindí, levanté murallas, icé banderas, defendí patrias, lapidé a traidores, incluso me apunté a un curso de yoga, pero nada resultó. Ya había cumplido 60 años y había llegado a la conclusión de que no era ella sino yo, que yo era la niebla. Un día miré a la ventana y vi mi reflejo en el cristal. Presa de una ira incontenible, cogí un cenicero y lo lancé contra mi imagen.
La ventana estalló y por sus huecos entró un inesperado chorro de luz. Sorprendido, cogí del suelo un trozo de vidrio y con un dedo tracé una línea en la costra de mugre que lo cubría. Deslumbrado por el primer rayo de sol que entraba en casa en décadas, desentrañé el misterio que había arruinado mi vida. Los cristales estaban sucios. Nunca los había lavado.
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