Llegados estos días de junio, nos aburríamos. Vaya si nos aburríamos. Teníamos pocos años, muchas preguntas, todo el tiempo y cincuenta pesetas en el bolsillo. ... Durante tres meses largos quedábamos todos los días para no hacer nada. Sin planes ni aventuras ni compras, ni mayor objetivo que pasar la tarde en compañía. Matábamos las horas de aburrimiento y no nos pesaba, convencidos de que nos quedaba por delante todo el tiempo del mundo. Así nos hicimos amigos.
Cuesta juzgar con benevolencia aquel tiempo inactivo, improductivo en esta época en la que uno es valorado por lo que tiene, hace y comparte en sus redes sociales. Y aún es más difícil entender que llamemos «compartir» a exhibir en público nuestro disfrute privado. Hemos pervertido tanto el lenguaje que llamamos «tiempo libre» a los momentos en que cumplimos con la lista de tareas pendientes y «desconectar» a pasar dos horas mirando Instagram.
Nos citamos con amigos para cenar en el último restaurante, ir a conciertos y crear interacciones rápidas y excitantes pero no queda tiempo para juntarnos y no hacer nada. Buscamos llenar cada minuto con entretenimientos pero las conexiones duraderas germinan durante una larga tarde de tedio e inapetencia. Es en esos momentos inhábiles, vacíos cuando surge una idea, un sentimiento que el ritmo vertiginoso del día a día impide rescatar de lo más profundo de nuestro espíritu. Es en esos tiempos muertos donde creamos vínculos que superan el tiempo y la adversidad.
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