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El tóner negro de mi primera impresora comenzó a grisear al poco de estrenarla. Ese día descubrí la obsolescencia programada, esa práctica perversa que consiste en planificar la vida útil de un producto para que se averíe antes de tiempo y forzar así a su ... usuario a comprar otro. Me resigné, con los años, a reponer altavoces, móviles y tostadoras antes de tiempo pero cuando se aplicó la misma estrategia a la cultura no me acostumbré a usar y tirar músicos y novelistas. No es lo mismo reemplazar un cacharro que una canción.
La obsolescencia programada de los productos culturales actúa por saturación. El mercado lanza una cantidad inabarcable de novedades que sepultan la siguiente semana con nuevas estrellas y lanzamientos. Recuerdo un tiempo en que colocaba un LP en el plato y lo escuchaba hasta desgastar el vinilo. En esa misma época, Andy Warhol vaticinó que «en el futuro, todos serán famosos mundialmente por 15 minutos».
Ahí hemos llegado, a una dictadura de la novedad que proporciona un disfrute tan intenso como efímero. No es un propósito de año nuevo ni nostalgia de un tiempo que ya fue, es sólo por higiene mental. Este año escucharé más discos y menos Spotify. Frente a los Bizarrap volveré a la Credence, Moustaki y Steely Dan. Organizaré un ciclo familiar de Hitchcok. Volveré a leer el diario en papel. Y ahora que el algoritmo de Netflix me dice que debo ver la serie de 'Cien Años de soledad', he buscado el libro en casa y lo volveré a leer.
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