«Esta enfermedad es una condena pero me merece la pena seguir viviendo»
Su mayor miedo es «no poder respirar», expresa la lazkaotarra Eider Goenaga, que cuenta cómo es vivir con ELA, una patología degenerativa e incurable
Su cuerpo se consume. Primero fue la pérdida de movilidad en el pie derecho, después fueron los brazos, la dificultad para tragar. Para respirar. Habla ... con pequeñas pausas intermedias, un día y otro. El de hoy, por ejemplo. Eider Goenaga, lazkaotarra de 49 años, se enfrenta a una «condena», cuando le diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) el año pasado, una enfermedad letal y sin cura y que actualmente afecta a cerca de 40 personas en Gipuzkoa –cerca de 4.500 en todo el país– y cuyo Día Mundial se conmemora cada 21 de junio.
Eider es consciente de cada vez le queda menos tiempo de vida y pide «al menos cuatro años más», cuando su hijo Sustrai, de 18 años, haya terminado los estudios, porque «aún me necesita», dice esta mujer aferrándose a una vida que se desvanece poco a poco.
No quiere morir. Todavía no. «Mientras pueda seguir emocionándome con las cosas, merecerá la pena seguir viviendo», se sincera. Claro que le habría gustado ahorrarse y ahorrar «a los demás» los momentos de angustia y poder desenvolverse ella misma, porque «esta enfermedad es una condena, un marrón, una mierda y sufre la persona y los de todo tu alrededor, familia, amigos... Tu cuerpo se convierte en tu cárcel. Además eres muy consciente de todo lo que te va pasando. Mi mayor miedo es ahogarme, no poder respirar».
«Me empezó a fallar el pie derecho y luego los brazos. Ahora voy en silla, me cuesta comer y respirar»
Le cuesta coger aire. «He perdido fuerza en la musculatura respiratoria y no puedo toser. Me ayuda una máquina, te saca aire de los pulmones muy rápido. Tragar, todavía bien», cuenta.
A pesar de todo, no pierde la sonrisa, ni el humor. Lo hace de corazón; no como un escudo, tampoco por agradar a los demás. «Antes yo decía, el día que me tengan que limpiar el culo yo me quiero morir. Pero luego no es así». Por eso, aunque haya puesto «un límite» a su desenlace, aún sobrevuela la duda. «A la de paliativos ya le dije, cuando necesite la traqueostomía (abertura para ayudar a respirar), entonces. Porque no quiero hipotecar a todo el mundo. Pero luego igual llega el día y digo no, todavía quiero seguir viviendo».
Este procedimiento quirúrgico permite que la persona pueda seguir respirando a través de una cánula cuando falle la musculatura pulmonar, un 'hasta aquí' que se marcó Eider cuando descubrió la enfermedad. Degenerativa e incurable. Sentada es su silla mecanizada, reflexiona sobre el final de la vida apartada del ir y venir que un día también fue suyo. Describe cómo «ya no puedo trabajar, daba clases de DBH de biología, matemáticas y física, no puedo ir al monte, a la playa, a sacar al perro, cocinar, conducir, ir al baño sola ni ducharme o comer sola. Necesito ayuda para todo». Y todo eso mientras su cabeza permanece intacta.
Premiros signos
Esa falta de libertad fue progresiva, desde que en 2021 comenzó su peregrinaje por consultas de hospital. «Me empezó a fallar el pie derecho. Al principio no le hice mucho caso hasta que llamé a la médica de cabecera». Las pruebas posteriores confirmaron el primer diagnóstico:esclerosis múltiple primaria progresiva. «No es un diagnóstico erróneo, también tengo eso», añade quien ha aprendido a asumir que le hayan tocado a ella todas las papeletas.
Una de las visitas con la neuróloga anticiparía el segundo «golpe». «Me dijo que me quería hacer más pruebas porque la esclerosis múltiple iba muy rápido. Se fijaba un montón en mis manos. ¿Le pregunté 'crees que puede ser...' Y me contestó 'bueno, vamos a ver, pueden ser muchas cosas'. Según me hicieron las pruebas, le dije a la enfermera a ver qué pinta tenía y me contestó que ya me explicaría la neuróloga. Pensé, mala pinta, mala pinta... Hablé con la doctora y era ELA».
«Antes decía 'no puedo hacer esto o lo otro' pero me puedo emocionar. Y eso no lo he perdido todavía»
Explica que en ese momento iba acompañada de una amiga y ambas se quedaron «mudas» «Fue muy extraño. No hablábamos. Hasta que a la hora y media le dije:'Marta por favor, habla, cuéntame lo que sea'». Por aquel entonces, a Eider ya le costaba caminar incluso 100 metros. Con ayuda y con descansos. Después fueron 10. Luego solo dentro de casa. Hasta la cama y de ahí a la sala, recuerda. «Apenas podía andar y me faltaba mucha movilidad en los brazos, sobre todo el derecho. Pero sin duda lo más duro no ha sido la silla, fue pasar de la muleta al andador, lo llevé muy mal. Luego coger la silla de ruedas me dio libertad para moverme. También tengo otra silla de ruedas, más pequeña, para andar dentro de casa», explica esta lazkaotarra. Para poder hacerlo, ha tenido que adaptar la vivienda donde reside –una obra de «unos 30.000 euros»– al igual que muchos enfermos que tienen que afrontar una montaña de gastos en adecuar su casa, además de tratamientos y cuidados. «¿Ayudas? Pues las mismas que tiene una persona con discapacidad o algún tipo de dependencia. Pero ayudas específicas para personas que tienen ELA no hay. En mi casa todo está adaptado. La ducha está a nivel del suelo, la cama es articulada... De momento no necesito grúa aunque la Diputación suele dejar. Y la silla pequeña es con receta de Osakidetza, al igual que el collarín. La asociación también ayuda con los fisios, pero si te tienes que costear todo... Y en la última fase digamos, que sería cuando te hacen la traqueostomía y ya no puedes ni hablar, ni comer, ni estar sola, necesitarías 24 horas de asistencia especializada. Si tienes ese dinero, pues puedes vivir, pero la mayoría no puede costeárselo».
Dice que «tiene suerte» de la ayuda que le prestan desde la trabajadora social hasta sus familiares, amigas y su hijo. Se le ilumina la cara cuando habla de él. «Es quien me da fuerzas para seguir adelante. Muchas cosas le toca hacer a él. Darme de comer, ayudarme a ir al baño o acostarme. Cosas que debería hacer yo...». También agradece la ayuda de la asociación y los profesionales de la unidad multidisciplinar de ELA, un equipo especializado que le realiza el seguimiento de esta enfermedad que engulle sus días. «No suelo pensar mucho en eso, y cuando sacamos el tema lo hacemos con humor, me suelo reír mucho. Pero también me emociono, y lloro», expresa Eider. «Me he dado cuenta que lo que más valoro de la vida es la capacidad que tenemos de emocionarnos. Antes era 'no pudo ir a la playa, no puedo ir al monte, no puedo...' pero me puedo emocionar. Y eso, como no la he perdido todavía merece la pena vivir. Es lo que creo, pero toda decisión es respetable».
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