Pensé que me encontraría con Hernando Chindoy en el corazón de los Andes, en el territorio indígena de los ingas, pero me citó en una ... plaza céntrica de Bogotá. Apareció con un tiarrón como un armario. Chindoy y yo charlamos en la mesa más al fondo de una cafetería, el tiarrón se apostó en la entrada. En 2003, cuando lo eligieron gobernador indígena a sus 26 años, Chindoy se propuso revivir su pueblo agonizante: en los años 80 habían deforestado las montañas para cultivar amapolas y producir heroína; las guerrillas y los paramilitares se disputaban el territorio con asesinatos y campañas de terror contra los civiles. Chindoy convenció a los campesinos para que, todos a una, arrancaran las amapolas. Impulsó una economía del café y la fruta, declaró parque natural el 80% del territorio, lo reforestó. A cambio, trataron de asesinarlo dos veces: la primera la impidieron los vecinos, que aparecieron en tromba con machetes para rodear a los paramilitares que ya se lo llevaban; tras la segunda, cuando dos sicarios le dispararon y sobrevivió por centímetros, decidió exiliarse.
Desde los acuerdos de paz de hace diez años, en Colombia han asesinado a más de 1.500 líderes sociales que defendían su territorio contra la rapacidad extractiva de grandes proyectos mineros, agrícolas, forestales. Por eso Chindoy me citó en Bogotá: porque no puede volver a su tierra, porque vive saltando entre ciudades y países. «Nunca me perdonarán. Yo ya no estoy seguro casi en ninguna parte».
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