Caminábamos por las colinas de Nyanza cuando reventó la tormenta de todas las tardes. Los campesinos ruandeses corrieron a sus casas, los demás caminantes volaron ... a lomos de las últimas mototaxis, y mi amigo J. y yo seguimos como bobos bajo el diluvio. Pasaron dos chicos con bicitaxis: «Mister, vamos a la ciudad». Nos sentamos en las parrillas acolchadas para pasajeros y pedalearon tres kilómetros con todas sus fuerzas. Como vio que su taxista llevaba una cubierta devorada, J. quiso agradecerle la contrarreloj comprándole una nueva. Anotó las medidas; convenció al chaval, que no entendía la jugada, para que lo siguiera; dio vueltas por el mercado preguntando y encontró, entre millones de objetos, la cubierta exacta. Cenamos en un rincón donde servían a todo el mundo la misma montaña de alubias, arroz, pasta, yuca y carne de cabra. J. masticaba lento, miraba alrededor y creo que era feliz.
Me gusta viajar con él porque siempre propicia situaciones un poco extrañas, en Ruanda o en Gipuzkoa. A veces lo acompaño durante sus regresos en bici del trabajo a casa, porque se lía en exploraciones: se empeña en visitar cierta roca de arenisca con forma de ojo, busca un viejo mojón divisorio entre Altza y Donostia o se emociona cuando descubrimos una pista para bajar de Zamalbide a Txikierdi. Con cada hallazgo, le entran euforias graciosas: «¡Ya he hecho el día!». Le envidio esa manera de viajar todos los días, su capacidad de observación, asombro y gratitud.
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