En el pueblo bajonavarro de Ahatsa, una señal viaria marca una bifurcación espiritual: de frente, Église-Eliza; a la derecha, Irati. Aquí abajo, el mundo ... cristianizado; allá arriba, la selva de las criaturas paganas. Los vascos descendemos de los osos, le dijo un habitante de Santa Grazi al etnólogo Txomin Peillen, y el eslabón intermedio es el de los humanoides peludos del bosque: Basajaun, esa sublimación del oso entrevisto entre hayas y nieblas, esa criatura que se pone de pie y se parece a nosotros, con una fuerza descomunal y una astucia admirable; ese amigo de los pastores y protector del ganado cuando está a buenas, mala bestia que arranca robles y lanza rocas gigantescas a los cristianos cuando no lo respetan. La señora que limpia la ermita románica de san Salbatore, en el collado de Haltza, me muestra «el candelabro de oro de Basajaun». En realidad es de hierro y cobre, pero en el tiempo de las leyendas fue de oro. Dicen que un pastor subió a Irati y vio una cueva que brillaba como si tuviera el sol dentro: descubrió el candelabro, se lo llevó y su dueño Basajaun lo persiguió hecho una furia, pero el pastor se refugió en la ermita, tocó las campanas y la bestia tuvo que retroceder. En estos montes los santuarios cristianos siempre están cerca (o encima) de dólmenes y crómlechs: sustituyeron a los paganos. Y a san Salbatore se le pide protección para el ganado: la misma especialización de Basajaun, que no hablaba latín y se quedó sin empleo.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión