«La vida rural es más placentera que la ciudad, contaminada por egoísmos»
El periodista donostiarra Ignacio Villameriel publica 'Tras la flecha naranja', una guía personal sobre su viaje por el Camino Ignaciano
El hecho de llamarse Ignacio es en este caso más revelador que casual. Sus padres le llevaban cada 31 de julio a Loyola para ver a su patrón. Cuando estudiaba en la Universidad, pasaba todos los días por el lugar donde cayó herido San Ignacio de Loyola, y sin saber muy bien por qué, solía detenerse unos minutos delante de la placa conmemorativa antes de entrar en clase. Movido por la curiosidad, la confluencia de todas esas señales llevaron al periodista Ignacio Villameriel a realizar el Camino Ignaciano, un viaje que se recoge ahora en su libro 'Tras la flecha naranja' (Eunsa).
Su peregrinación comenzó en mayo del pasado año en Loyola con la ilusión propia del viajero y terminó en Manresa, con las suelas de las zapatillas echas polvo. Un viaje de 27 etapas, 650 kilómetros y cientos de anécdotas que describe a lo largo de las páginas de esta guía de viaje personal. «La figura de San Ignacio de Loyola siempre me ha llamado la atención. En 2012, la Compañía de Jesús impulsó el proyecto Camino Ignaciano para dar a conocer el camino que Ignacio de Loyola recorrió en 1522 desde Azpeitia hasta Manresa y quise hacerlo desde entonces».
De Arantzazu a Manresa
Siempre con sus notas a cuestas, Villameriel narra con extremo detalle su paso por pintorescos parajes y pueblos donde el tiempo avanza despacio; mesones donde tomarte un buen caldo de carne caliente y sus encuentros con aldeanos y peregrinos desde su salida desde Arantzazu, pasando por la llanada alavesa, la villa medieval de Laguardia, Navarrete, Logroño, Calahorra, Alfaro y la ciudad de las cigüeñas, Tudela, Pedrola, Zaragoza, Lleida, Verdú, Igualada y la llegada a Manresa, la ciudad cuna de la orden de los jesuitas.
El relato fluye hacia un desenlace cargado de sinceridad y aprendizaje. «Hubo muchos ratos de soledad y en momentos de debilidad te preguntas: qué hago yo aquí, en este pueblo remoto un sábado a las seis de la tarde con un sol de justicia, gastando tiempo de mis vacaciones pudiendo estar en una playa...», recuerda hoy el autor.
Porque aparte de las ampollas, las quemaduras o el dolor de las articulaciones, los peregrinos tienen que aprender a «gestionar la ansiedad». «Además, el camino lo empecé acompañado de mi novia, Nadia, pero en Laguardia se tuvo que volver y lo completé solo». Precisamente el pueblo alavés fue el escenario donde le pidió matrimonio y Salamanca, el lugar donde se casaron precisamente ayer sábado.
A pesar de los altibajos, el autor deja claro que «dar la vuelta nunca es una opción» y saca fuerzas donde no las hay. «En esos momentos te viene a la cabeza las ganas que tenía de hacer este viaje y lo peor se olvida. Sabía que no iba a ser un camino de rosas».
Hubo momentos en que, efectivamente, no fue fácil, sobre todo en la etapa de Los Monegros y aquella «noche oscura» en la que su rodilla hecha trizas, le obligó a coger un autobús a Bujaraloz (Zaragoza). «Fue una etapa muy dura porque me dolía mucho la rodilla, el camino era de piedra y había mucho polvo y apenas podía echar a andar, me quedaba clavado en las subidas».
Estas circunstancias y otras muchas le ayudaron a descubrir fortalezas personales desconocidas así como a apreciar la «generosidad» de todo aquel que se cruzó en su camino. «De esta experiencia me quedo con la vida en el campo, es más placentera que la ciudad, que está más contaminada por egoísmos. Es gente sencilla y acostumbrada a la cadena de favores, todo el mundo intentaba echar una mano en lo que podía», asegura el periodista donostiarra.
La llegada
Llegar a Manresa, con más pena que gloria, con la bicicleta medio rota y las zapatillas destrozadas fue como un bálsamo, confiesa ahora al hacer balance de la experiencia vivida en ese viaje.
«Llegué destrozado y tampoco lo disfruté mucho, quería recoger cuanto antes la credencial ignaciana y volver ya a San Sebastián, así que crucé el Puente Viejo, que Iñigo de Loyola cruzó hace 495 años, y puse rumbo a casa», remata Ignacio Villameriel Arizmendi, ganador de un premios de periodismo de La Buena Prensa por un artículo publicado en El Diario Vasco.