Muere a los 96 años el arquitecto Frank Gehry
El canadiense, una figura internacional, diseñó entre otros el Museo Guggenheim de Bilbao
Iñaki Esteban
Viernes, 5 de diciembre 2025, 20:44
El prestigioso arquitecto Frank Gehry ha fallecido a los 96 años de edad. El canadiense, una figura a nivel internacional, diseñó entre otros el Guggenheim ... de Bilbao, museo al que dotó de su sello personal con unas formas orgánicas muy características, y al que proyectó al mundo.
En la fecha de inauguración del Guggenheim, octubre de 1997, el arquitecto canadiense –pero afincado en Estados Unidos desde hace décadas– ya tenía el Pritzker, el premio de mayor valor dentro de la profesión, y proyectos rompedores que le habían dado fama, como la reforma de su casa en Santa Mónica. Realizada con malla metálica, madera contrachapada y asfalto negro para el suelo supuso un desafío, no exento de humor, al glamur de la zona en que vivía, aunque los vecinos no lo entendieron y le denunciaron.
La frustración por no haber podido construir el Walt Disney Concert de Los Ángeles tuvo un efecto beneficioso para el museo. Adaptó su diseño, el más audaz que había realizado con la herramienta informática Catia, hasta entonces empleada en la aeronáutica, para probar que el proyecto valía la pena.
Pasión por el País Vasco
Cercano, directo, práctico, ambicioso en sus obras pero con un acreditado control del presupuesto. Así le definían amigos y colegas al arquitecto que falleció este viernes a los 96 años, y al que tanto le gustaba el País Vasco, hasta el punto de pensar seriamente en hacerse una casa en Bizkaia. Sobre una de las mesas de trabajo de su estudio reposaba una pequeña escultura de Oteiza, el artista que tanto despotricó contra el Guggenheim y contra su edificio, y del que finalmente se hizo amigo.
Gehry nació en 1929 en Toronto, Canadá. Su padre procedía de Brooklyn, en Nueva York; y su madre, de Lodz, en Polonia. Ambos eran judíos y, en 1947, decidieron marcharse a Los Angeles para mejorar su calidad de vida. Gehry se levantaba a las cuatro de la mañana para arrancar la furgoneta y repartir desayunos en las casas de los ricos. Necesitaba el dinero para pagarse el grado en Arquitectura en la University of Southern California.
Antes de decidirse por esos estudios, había hecho anuncios para radio y se matriculó en cursos de ingeniería eléctrica. Sintió que no pasaba de la mediocridad en esos terrenos y los abandonó. La arquitectura siempre fue una opción desde que, a los 17 años, asistió a una conferencia que el finlandés Alvar Aalto daba en Toronto sobre un sanatorio para tuberculosos en el que combinaba las líneas curvas, las rectas y los colores. Aquello conectó con la inclinación por el arte que siempre había tenido.
Después de terminar la carrera, se enroló en el ejército y se matriculó en un máster en planificación urbana de Harvard, que no acabó porque sus profesores estaban muy lejos de lo que él veía necesario, una arquitectura y un urbanismo socialmente responsables. Décadas después volvió a Harvard como profesor del mismo máster.
En Los Ángeles, empezó a trabajar en el estudio de Victor Gruen, judío de origen austriaco que se había exiliado en 1938 huyendo de los nazis. Inventó un prototipo de centro comercial de dos pisos, con escaleras mecánicas para comunicarlos, y en la mitad algo similar a una plaza, con fuentes, árboles, una jaula gigante llena de pájaros de colores, un estanque y una cafetería. Quería humanizar aquellos espacios destinados a las compras y el ocio.
«Trabajar en aquella oficina en los años cincuenta le dio a Gehry una visión práctica de la construcción. También aprendió a organizar grupos de trabajo y a gestionar una empresa», según Iñaki Begiristain, profesor en la UPV/ EHU y el primero que escribió una tesis en el País Vasco, terminada en 2011, sobre Gehry.
Abrió su propia oficina a principios de los sesenta y a mediados de esa década empezó a relacionarse con los artistas pop, conceptuales y practicantes del povera, hábiles recicladores de materiales pobres. De ellos tomó el ejemplo, ya en la década posterior, para su casa 'low cost' de Santa Mónica, hoy en los libros de historia de la arquitectura como cima de la tendencia deconstructivista. Después de haber aprendido los fundamentos de su profesión, envidiaba la libertad de sus amigos y quiso incorporarla a su trabajo con la solvencia que le daban sus años con Gruen. Fue entonces cuando empezaron aparecer las curvas en sus planos y maquetas.
Artista de decisiones audaces y carácter cercano
«Sus edificios son collages de espacios y materiales que desvelan tanto el teatro como el 'backstage'», argumentó el jurado que le concedió el Pritzker en 1989. Lector de 'El Quijote' –«la mayor obra de la Historia sobre la condición humana», en su opinión–, llegó a Bilbao elegido por las instituciones que sustentan el Guggenheim, la Diputación de Bizkaia y el Gobierno vasco. Competía con Arata Isozaki y con los austríacos de la Coop Himmelblau.
Como solía decir, en Bilbao encontró una familia. Por eso quiso celebrar su 85 cumpleaños en el museo, acompañado de sus amigos, como el director de orquesta Daniel Barenboim, que le regaló un concierto con obras de Schubert. Juan Ignacio Vidarte, director general del museo de Bilbao, le recuerda sentado en una silla, en la mitad de la parcela donde hoy se levanta el Guggenheim, moviendo chapas de acero inoxidable con distintas aleaciones para comprobar cuál era su efecto al contacto con la luz. La decisión final por el titanio causó una cierta alarma. El coste de este material amenazaba con agujerear el presupuesto. Hubo mucha suerte y el precio del titanio empezó a caer justo en aquella época.
«Desayunábamos juntos. Visitábamos las obras a solas. Tengo planos suyos de Abandoibarra. Me consta que quería hacer otro edificio en Bilbao», recordaba César Caicoya, arquitecto de IDOM, su mano derecha en la construcción del Guggenheim y también en el hotel Marqués de Riscal, junto a las bodegas del mismo nombre, en la localidad alavesa de Elciego. Cuando Caicoya fue a su estudio para preparar el proyecto, se encontró con fotos de bailarinas indias y marroquíes, movimientos que llevó a un edificio con placas de titanio plateadas, rosáceas (color vino) y doradas.
El Guggenheim, el hotel de Lanciego y el puente con su nombre que conecta Deusto con Zorrozaurre recordarán siempre a un hombre de decisiones audaces y carácter cercano, que no perdía oportunidad para resaltar el verde de los montes que circundan Bilbao y la personalidad que le dan a la ciudad.
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