El escéptico que amaba la vida llega al fin a Polloe
Sabio y solitario, el 'Cioran de Oiartzun' escribió miles de páginas y deja cientos de anécdotas a quienes trabajamos a su lado
Empezó a escribir que vivía «camino de Polloe» hace ya más de treinta años: a Santiago Aizarna, sabio, solitario e irónico, le ha costado alcanzar ... la cima del cementerio donostiarra, pero al fin ha 'coronado' con 97 años. Al final ni siquiera llegará a Polloe: su cuerpo será incinerado hoy.
Por fuera era un nihilista, un eterno pesimista que pensaba que la vida era el infierno (algunos lo llamábamos el Cioran de Oiartzun) pero en el fondo era un vitalista y curioso, como podemos dar fe quienes pasamos tantos años a su lado en la Redacción de este periódico (pienso también en Elisa López, Ana Urroz y otros compañeros jubilados como Estrella Inchausti o Pedro Gabilondo). Con su larga barba blanca y sus cejas de escritor ruso parecía un personaje llegado a Ibaeta desde el siglo XIX: cuando llegaban las visitas escolares los chavales se le quedaban mirando como si fuese un personaje de novela. Sus carcajadas retumbaban en aquella Redacción y su porte de hombre clásico daba el 'glamour' de las viejas rotativas.
Llevaba tiempo retirado en su casa de Gros, aislado de casi todos (el gran Jorge G. Aranguren fue una de sus últimas conexiones con el mundo) y siendo Aizarna hasta el final. Un amigo suyo editor, con la mejor voluntad del mundo, publicó hace unos meses una selección de fragmentos de Santi, titulada 'La soledad de Bruno y otros textos', y me mandó el libro al periódico para que nos hiciéramos eco de la noticia. Al día siguiente recibí una carta de Aizarna, cariñosa como siempre en las formas pero conminatoria: «Te prohíbo que publiques nada sobre el libro, yo no quiero ya dar guerra», decía. Como ocurría con su amigo Oteiza, le gustaba coquetear con la idea del fracaso.
Era uno de nuestros raros entrañables raros. Cuando murió Frank Capra con 94 años Aizarna escribió en su obituario (uno de tantos que firmó) que vivir tantos años era «el castigo» para alguien que había osado decir «qué bello es vivir». Quién iba a decirle a aquel Aizarna que iba a vivir más años que Frank.
En su casa tenía al menos 35.000 libros. Su pasión de lector ha recorrido toda su biografía, como su admiración por las damas. Solía recordar la primera novela que compró. «Iba al internado de Oronoz en un trenecito de Irun a Elizondo. Compré en la estación una novela del Oeste,' El oro de aguas perdidas', de Hoffman Birney, que devoré, y que acabaría ardiendo en una pira de libros de los frailes del colegio». Escribió poemas, novelas y miles de artículos. Publicó mucho en los periódicos pero poco en libros.
Cuando encontraba en una librería de viejo o en una feria de ocasión libros escritos por él los compraba para que nadie los leyera. Ya jubilado, durante años escribió cada mañana un soneto y un artículo como gimnasia mental.
Nació en Oiartzun, estudió en Madrid y Granada, quiso ser médico pero su vida se disipó en la cuesta de Moyano madrileña: prefería perderse entre los puestos de libros que ir a clase de anatomía. Luego fue un diletante, empezó a escribir en los periódicos y terminó siendo profesional de la letra impresa en El Diario Vasco. Y se convirtió en todo un personaje en esta ciudad en tiempos grises.
Con su cuerpo de pelotari y su barba de ruso fue siempre por libre. Ejerció de crítico de cine y de libros y escribía en euskera cuando pocos podían hacerlo, aunque tambien fue uno de los últimos paladines contra el uso del batua.
Era el más escéptico de todos los escépticos que conozco, y son muchos, pero podía emocionarse hablando del perro veterano que le acompañó en tantas paseos. Siempre le llamamos «maestro Aizarna». Una de las últimas veces que nos vimos, compartiendo mesa con Ana Urroz, hablamos de placeres. «Los siete pecados capitales me han abandonado ya, salvo la pereza», nos confesó. Y con gesto socarrón, agregó que «respecto a la lujuria, desengañaos: cuando llegas a viejo siempre te parecerá que has hecho poco».
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