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Había dos motivos por los que Miguel Martín consideraba que el Jazzaldia le debía este reconocimiento a William Parker. El primero, por su trabajo «arduo y dedicado» durante décadas de «compromiso con esta música y tantas otras tendencias musicales» que le han acabado por convertir ... en un «auténtico titán de la música de vanguardia». Ahí es nada. Y el segundo, por su «vocación». Porque Parker podría perfectamente haber decidido trabajar «en las corrientes principales» del jazz y de la forma «más fácil y asumible para el público» y, sin embargo, «renuncia a eso para comprometerse con el arte».
Dice Martín que el neoyorquino tiene «unos valores musicales que podrían ser utilizados para tener una vida más fácil, pero no. Ha dedicado su vida a estar en el alambre y, aunque nos pueda gustar más o menos, esta música avanza gracias a gente como William Parker. A hombres así todos los festivales tienen que agradecerle». Así quiso este domingo hacerle entrega de la tradicional fotografía enmarcada de la plaza de la Trinidad entre la sonora ovación del teatro donostiarra.
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Por su parte, el protagonista de la mañana y de este 59 edición poco más tuvo que añadir. «Este es un festival maravilloso y un magnífico lugar para escuchar música. Muchas, muchas gracias». Cortita y al pie. Porque aunque apenas doce horas antes acababa de bajarse del escenario de la Trinidad, lo que quería era volver ya a hacer eso para lo que se le había convocado aquí.
A diferencia de su propuesta del día anterior, esta era a trío y con un tono algo más diferente. Ritmos étnicos pero más familiares y un ostinato de piano de Yamamoto, sobre el que el contrabajista empezó por improvisarse unas líneas con su shakuhachi. Quería sacar las acuarelas para dibujar paisajes sonoros, primero con trazos de brocha más gruesos e impresionistas, que luego perfilaba sutilmente con pincel fino. Jardines japoneses repletos de cerezos que de pronto se transformaban en imponentes cumbres y profundos valles entre hayedos y pinos, con el sonido del txistu. «Esto estaba basado en la técnica de las flautas japonesas, pero también en esto que me compré aquí hace unos días, el txistu», instrumento que adquirió en su reciente visita a Erviti.
Había dicho días antes que no sabía lo que iba a tocar, que lo iría descubriendo a medida que lo descubriera el público. Y por el camino descubrió, por ejemplo, 'bass lines' casi rockeras como las de 'Oklahoma Sunset' que se abrían y desmontaban, para cerrarse luego hasta llevar de nuevo al trío de vuelta a casa. Y del atardecer al amanecer con ritmo de bolero de 'East Harlem Sunrise', para despedir su periplo por este Jazzaldia con un recuerdo a la difunta Alice Coltrane y un 'réquiem' feliz y optimista como 'Corn Meal Dance'. El público donostiarra le despidió en pie con el corazón caliente y la satisfacción de haber reconocido a su «titán».
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