El hechizo flamenco de Yerai Cortés, susurros entre cuerdas
El guitarrista alicantino conquistó este jueves al Kursaal con 'Guitarra Coral', un espectáculo íntimo y poderoso que respeta el flamenco tradicional
Cinco segundos antes de que las palmas llegasen para callar susurros, cuatro pulsaciones retumbaron frente al latido contenido que resonaba en el corazón del Kursaal. ... Tres respiraciones profundas sonaban a expectación. Dos ojos invisibles y un instante eterno que lo cambia todo. La música levita y la magia comienza a tejerse entre las cuerdas de la guitarra.
La esperada cita de Cortés comenzó con una cuenta atrás. Similar a la que él lleva haciendo para volver a pisar suelo donostiarra. De su última vez hace ya nueve meses. El Victoria Eugenia —al que le tenía ganas desde su paso por el Zinemaldia— fue víctima de su embrujo. Ahora el hechizo es mayor y se atreve a encantar a las 1.800 personas que se agolparon en las tres zonas del auditorio este jueves. El alicantino es un artista fiel, comprometido. Dejó caer entonces que volveríamos a tener noticias suyas y, efectivamente, fue anunciado como uno de los rostros con «más tirón» de esta 60ª edición del Jazzaldia.
Cortés protagonizó una velada donde la guitarra se convirtió en lenguaje universal y el flamenco en confesión compartida
Un mar oscuro de voces calló cuando emergió su fuerza. Su explosión, que no destruye sino libera, irrumpió con un estallido flamenco tejido con la delicadeza de quien sabe que la guitarra es una amante celosa —aunque él mismo alardeé de que entre ellos hay «una relación abierta»—.
Recogido y sumamente concentrado, a su lado sonaban seis voces blancas. María Reyes, Triana Maciel, Nerea Domínguez, Elena Ollero, Salomé Ramírez y Macarena Campos se alzaron como palmeras: no para acompañar, sino para respirar junto a las cuerdas, vibrando como un solo corazón flamenco. Hicieron de cada pieza del repertorio un secreto contado a medias, una historia suspendida entre lo desgarrado y lo callado. Unas súplicas sonoras que, entre raíz y viento, acarician los puertos italianos y los cafés parisinos.
La otra gran ninfa, su guitarra, habló sin decir nada. Los acordes se deslizaban como brisa por calles empedradas; los golpes recordaban el pulso de la tierra labrada; los silencios se abrían como heridas para dejar entrar al duende. Y los presentes, prendados, se dejaron mecer entre pasado y presente, entrando al juego de lo ancestral aflamencado de contemporáneo.
La espera
Pasaron más de sesenta minutos, de cante, antes de que Yerai Cortés susurrase, al son de las palmas, que si tiene «una guitarra es para tocarte a ti». Porque él no corre, no impone. Se deja llevar y accede a que el tiempo le absorba como quien se entrega al arte. No fuerza el verso: lo gesta, lo espera y lo suelta cuando ya no puede más.
Sus súplicas resuenan como confesiones que nadie pide, pero que todos necesitamos oír. Se dirige directamente al público, sin intermediarios. Y en ese momento, uno no sabe si Yerai le habla a una mujer, a su guitarra, al flamenco… o a todos a la vez. Porque cuando canta, lo hace como quien ama: con urgencia, con reverencia, con dolor y ternura. Y eso lo sabe, mejor que nadie, el flamenco.
Se dice habitualmente que la música es un lenguaje universal. Lo es el jazz, por supuesto, pero el cante andaluz, el clásico —cuando brota con esta hondura, con esta verdad— no es solo universal: es esencial. No necesita traducción porque habla directamente a esa parte del alma que no ha aprendido a mentir. Fue esa la pretensión de Cortés: recordarnos que hay músicas que no se escuchan, se sienten; silencios que duelen, y que, a veces, basta una guitarra para tocar a todos.
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