Las inscripciones latinas, la ventana al pasado más remoto del euskera
Los vestigios epigráficos que ha dejado la lengua antecesora del euskera no son muy abundantes al sur de los Pirineos
Recomponer el pasado más remoto de una lengua a través de los vestigios epigráficos que dejaron sus antecesoras es un trabajo lento y minucioso que, en la mayoría de los casos, se basa en evidencias mínimas de las que solo los expertos más cualificados pueden extraer información relevante.
En el caso de la lengua vasca, cuya 'fase previa' sería el vascónico-aquitano, esos testimonios tallados en piedra o metal son, además, escasos en comparación con los que dejaron el resto de lenguas paleohispánicas conocidas. Por lo tanto, a falta de inscripciones «inequívocamente atribuibles a variedades antiguas de la lengua vasca», como escribió Joaquín Gorrochategui, una vez superada la fase de los mitos y las leyendas el material con el que se está avanzando en el conocimiento de los tiempos mas lejanos de la historia del euskera procede básicamente de inscripciones latinas en las que tienen alguna presencia los nombres indígenas.
La convivencia del vascónico-aquitano con otras lenguas distintas del latín a ambos lados de los Pirineos, así como la escasez de vestigios al sur de la cordillera, no simplifica la tarea. No obstante, en las últimas décadas se han producido importantes avances, gracias a hallazgos como la estela funeraria de Lerga, de los siglos II o III de nuestra era, hallada en 1960 en esa localidad navarra. El que hasta ahora se había considerado el primer testimonio epigráfico del euskera del sur de los Pirineos no es muy explícito –'Ummesahar fi(lius) Narhungesi Abisunari filio ann XXV t.p.d.d.'– pero los expertos la consideran una de las escasas evidencias de la presencia de la lengua antecesora del euskera en territorio vascón. En la estela de Andrearriaga de Oiartzun, que en 1932 se trasladó al Museo San Telmo, Ignacio Barandiaran leyó en 1968 un 'Val Veltesonis', que también remite a la onomástica de tipo eusquérico.
Una lista no demasiado extensa de lápidas y altares también ha aportado evidencias, acompañadas de las inevitables dudas, acerca de lo que pudo ser la geografía de las lenguas antecesoras del euskera. La mayoría se han loalizado en las zonas media y oriental de Navarra, así como en tierras aragonesas de las Cinco Villas.
Entre los hallazgos más recientes se encuentran las inscripciones grabadas en una serie de estelas funerarias de los siglos I y II de las Tierras Altas de Soria, en las cabeceras de los ríos Cidacos y Linares, en las que se han identificado nombres escritos en un «proto-vasco incipiente» que aportan luz acerca de los territorios a los que llegó esa lengua y los movimientos de sus hablantes. De manera mucho menos visual y 'entendible', claro está, que la ya célebre 'mano de Irulegi'.