Delirios y desafíos arquitectónicos
Pedro Torrijos reúne en 'Territorios improbables' las historias de edificios construidos con riesgo e ingenio
Si un edificio sólo sirviera para cumplir con sus funciones, la historia de la arquitectura sería aburridísima. Y no lo es, señal de que ... hay mucho más en una casa que el cobijo. Hay deseos de belleza, ambiciones fuera de proporción, destellos de originalidad e ideas de lo más peregrinas. De todo ello se nutre el arquitecto Pedro Torrijos para contar historias como las que ha reunido en el libro 'Territorios improbables' (Kailas editorial). Abre con la de Nikolai Petrovich Sutyagin, cuyo sueño era hacerse una cabaña de madera en el norte de Rusia. La hizo, a la medida de su soberbia, con 44 de metros de altura y trece plantas, «un monstruo absurdo». El autor lo contrapone a la cabaña que uno de los padres de la arquitectura moderna, Le Corbusier, se hizo en la localidad costera de Roquebrune-Cap-Martin (Francia), con 13,40 metros cuadrados de superficie. Puro recogimiento.
Torrijos elimina el lenguaje técnico y a veces visionario de los arquitectos y explica las cosas con humor. «Trato de entretener, de divertir, y de tener los ojos muy abiertos para ver dónde puedo sacar una historia que vaya más allá de la anécdota», resume.
La de Sutyagin acabó mal. Durante quince años, a partir de 1992, fue levantando su sinsentido tronco tras tronco y chapa tras chapa. No tenía licencia y desafiaba la ley de la gravedad, de modo que algunas partes se inclinaban peligrosamente. Tampoco respetaba leyes penales y fue detenido por mafioso. La cabaña se quedó sin la única persona que quería meterse en ella y en 2008 demolieron la torre. Un año después no quedaba ni rastro.
La utopía puritana de Ford
Hay pueblos fantasma de los que se han tomado miles de fotos, como el de Kolmanskop en Namibia. Encontraron diamantes y los alemanes lo levantaron para vivir mientras los extraían, hasta que dieron con otras vetas más fructíferas. Las casas se quedaron abandonadas y la arena del desierto empezó a colonizarlas, habitación tras habitación, hasta llegar a la mitad de su altura. Una imagen surrealista que se ha convertido en una atracción turística.
Otro pueblo no menos fantasmagórico, en mitad de la Selva Amazónica, es el que construyó Henry Ford, el magnate automovilístico. Revolucionó la industria con el trabajo en cadena y se acercó a su meta de poner un coche en cada casa estadounidense. Pero fracasó estrepitosamente cuando quiso trasladar el modelo de casita, jardín y valla a aquellos exuberantes parajes.
Levantó Fordlandia para que los trabajadores de su fábrica de caucho en Brasil vivieran como en el Medio Oeste. El fallo no fue sólo arquitectónico, explica Torrijos. Puritano y abstemio, prohibió beber. Un avispado emprendedor puso enfrente, en una pequeña isla, un bar y un burdel. Se forró. En los comedores de Fordlandia, impuso la comida vegetariana y las filas de autoservicio. Aquello colmó el vaso y los trabajadores redujeron la fábrica a escombros. Incluso tuvo que intervenir el ejército brasileño. El punto débil del magnate megalómano fue su «desprecio por la realidad», según el autor.
Fordlandia fue arquitectura efímera por la fuerza de los hechos. Pero otros proyectos nacieron con esa vocación. Como la Instant City de Ibiza, en 1971, antes de la era de los DJ. Se iba a celebrar la reunión bianual de la Agrupació del Disseny Industrial y Foment de les Arts Decoratives. El congreso no sólo tenía un atractivo intelectual, sobre todo para los estudiantes. A uno de ellos, Carlos Ferrater, quien décadas más tarde construiría el edificio metálico de la plaza de Euskadi de Bilbao, le encargaron que hiciera un camping para organizar la estancia del gremio estudiantil.
Ferrater llamó a un joven profesor de Arquitectura de Madrid, José Miguel de Prada Poole, le explicó el proyecto y también uno de sus más importantes requisitos: cuando terminara la reunión, no debía quedar ni rastro del cámping. Había una solución, hacer uno hinchable, como un balón de playa pero mucho más grande. Cuajó la idea y fue un éxito, de crítica y público. Los profesionales del congreso metían más horas allí que en sus lujosos hoteles. La enjundia del congreso estaba en las tardes y noches del cámping.
En el otro extremo, en la más radical introversión, se situó el arquitecto Fernando Higueras, que hizo una casa de dos plantas en el jardín de la que tenía en el barrio madrileño de Chamartín. Y no tirando hacia arriba, sino hacia abajo, bajo el suelo. Lo lógico sería pensar en algo parecido a un búnker, pero a pesar de que Higueras la llamó Rascainfiernos, no tenía nada de eso. Gracias a sus lucernarios y a la decoración, el ambiente creado era de lo más acogerador.
Torrijos reconoce su «fascinación» por las construcciones que tuvieron repercusión profesional y popular y más tarde fueron borradas del mapa. Es el caso del Pabellón de los Hexágonos de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún, con el que España se presentó en la Expo 58 de Bruselas. Los que esperaban una muestra de un país rancio se encontraron con una serie de paraguas hexagonales, sin paredes, que se podían montar y desmontar según las circunstancias. Después de Bruselas, se reubicó en la Casa de Campo de Madrid y acogió distintos usos hasta que se abandonó en los ochenta.
El que no puede moverse ni ser efímero es el edificio en el que viven los más de 200 habitantes de Whittier, en Alaska. Dadas las condiciones del territorio, decidieron concentrar en él las viviendas, el hotel, la comisaría, la iglesia, la escuela y la oficina de Correos. Ahorran energía y hay meses en los que el frío no deja hacer nada fuera.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión