Oteiza, 100 años
Excesivo y esencial, escultor y poeta, agresivo y tierno, genial y contradictorio, el poliédrico Jorge Oteiza sigue dando motivos para el debate, cuando se cumple un siglo desde su nacimiento.
FÉLIX MARAÑA |
Martes, 21 de octubre 2008, 13:37
Si como informa el Diccionario con cierta lógica inútil, todo lo que está vigente tiene vigor, costaría poco afirmar que la obra de Jorge Oteiza goza de esa vigencia, pues resulta difícil negar vigor a una escultura atrapada por intuiciones poéticas y destellos, logros expresivos y formas ideales, como se da en uno de los más grandes escultores contemporáneos.
Es bien cierto que la obra de Oteiza trasciende a la escultura, y se disuelve, conforma y completa, en sus escritos, su poesía y su actitud civil. La vigencia o trascendencia en el tiempo tendrá mucho que ver con el imaginario que la sociedad vasca, principalmente, se ha forjado del personaje, bien porque celebraron en Oteiza su originalidad, su conducta irreverente y crítica, su decisión inquebrantable para hacerse escultor, incluso por encima de sí mismo, o sus enojos, invectivas o guiños con que verbalizó, con justicia o desacierto, la conducta de sus contemporáneos. Con el tiempo, si los estamentos universitarios están por la labor, cobrará más entidad la obra teórica y la poesía de Oteiza, situándose a la altura del reconocimiento que su escultura tiene hoy en el mundo entero. Por no hablar del resto de su escultura, las cajas metafísicas de Oteiza tendrán por los tiempos la vigencia que su originalidad imprime y certifica.
Dejar pasar a Oteiza
En 1991, el escritor Miguel Delibes, en una carta a un amigo donostiarra, hacía votos porque la obra del escultor vasco se situara en el tiempo: «Espero que el pueblo vasco no deje pasar al gran Jorge Oteiza». Los buenos deseos del novelista explicaban tanto un reconocimiento propio a la significación del artista, y tal vez del personaje de Oteiza, como al sentimiento de que no acababa de ponerse de acuerdo con el medio para situar de la mejor manera en el tiempo su propia obra. Es cierto que el medio era incómodo, y que un artista que se acomoda fácilmente no se compadece con la personalidad de Oteiza. Lo dice en un poema: Cansado, pero giratorio.
En aquellos momentos, el escultor vasco discutía con la autoridades navarras la forma en que todo su legado artístico iba a ser donado «al pueblo de Navarra». Aunque al final hubo un acuerdo, pasaron varios años, y el museo que lleva su nombre no se inauguró hasta pocos días después de la muerte de Oteiza, en 2003. De algún modo, se cerraba el primer ciclo de una trayectoria artística, envuelta en tensiones, las propias del creador agónico hasta la angustia, más las añadidas del medio social en que se desarrolló, y el escultor vasco entregaba sin remedio toda su obra al juicio de la historia, encerrada en un edificio, construido por su amigo y cómplice Francisco Javier Sáenz de Oiza. Para no faltar a su fama de interventor, Oteiza participó decisivamente en los tonos, colores, formas y disposición de algunas salas de su museo que, en buena medida, él concibió al lado de Oiza, como un panteón, un mausoleo, un espacio en donde estuviera lo mejor de su andadura. Oiza también dejó allí lo mejor de sí.
Conciencia vigilante
Como si quisiera vigilar el comportamiento de los demás, Oteiza decidió ser enterrado a unos metros del museo, junto a la tumba de su esposa, Itziar Carreño, una bilbaína a quien conoció en América, y de la que dependió su vida personal en todas esas cosas que hacen posible que un ser agónico, un artista que se desbarataba ante los inconvenientes cotidianos para el desarrollo de su creación pudiera ser lo que fue. De algún modo, y en buena medida, la vigencia de la obra artística de Oteiza, depende también de esas personas que le ayudaron a caminar. Oteiza fue muy consciente de ello, cuando afirmaba que un artista no nace de raíz, si no nace «en los demás, con los demás».
Pero Oteiza entregó al Museo Fundación que lleva su nombre en Altzuza de Navarra la potestad, y también el encargo de situar su obra y memoria en el tiempo. Como en todo artista, y más con el vector unamuniano de Oteiza, había en el de Orio un deseo, casi un fervor de trascendencia, que se revela en todo su comportamiento, tanto creador, muy personal, como público y social. En estos días, el Museo Oteiza ha convocado un congreso internacional para estudiar la obra de quien da nombre y significado al centro de arte. La vigencia de su obra, su significación y su asiento en el futuro dependerá en buena medida de este museo, aunque es evidente que hay otros espacios en donde la obra de Oteiza se valora, considera y, de alguna forma, debería tener proyección inmediata.
La tarea del Museo Oteiza es apreciable, no obstante. Con independencia de los criterios que puedan aplicarse a su expresión pública (sobre todo a la forma y fondo, el acierto o desacierto, de las ediciones críticas de la obra de Oteiza), bastaría decir que al día de hoy se han digitalizado y registrado 16.000 documentos (manuscritos, fotos, audiovisuales, cartas), que es la base en la que se habrá de sostener en el tiempo la memoria o vigencia del artista. Toda esa parte del legado será incluso más relevante en el futuro que las propias esculturas de Oteiza para que la memoria perdure. Los historiadores saben que no es una tarea espectacular hacia el exterior, pero sí es una tarea ineludible y fundamental para la proyección a futuro de la obra de Oteiza. Él era consciente de esa trascendencia, y prueba de ello es la forma en que fue recogiendo a lo largo de su vida todos los documentos que hacían referencia de su obra, pero también otros muchos que nos dan cuenta del tiempo histórico, de la labor de los demás.
Entretanto, Oteiza, que estuvo siempre haciendo excursiones al Paleolítico en la creencia de que «el futuro está en el origen», ha cumplido cien años. Oteiza era hijo de una familia de vigencias centenarias. Él mismo era consciente de que un mínimo cuidado de sus hábitos de vida le hubieran conducido al cumplimiento centenario. Pero también invocaba la muerte con harta redundancia: «Estoy en lo que ya no es esto», escribía al referirse al sinsentido de su vida, tras la muerte de su esposa. Jorge Oteiza Embil (1908-2003) nació en Orio, lugar en el que pasó temporadas de la verdadera infancia, la primera, y en cuyo tiempo y ambiente conformó y reforzó su personalidad al límite: la psicología de quien, sensible a todo cuanto recibe, siente y padece más que aquel a quien todo le resbala.
Pero, por encima de la idea que el propio personaje conformó, o que se conformó en los media, su obra estará en la historia por razones objetivas. En primer término, porque su historial es algo muy sólido. Cuando en 1957 gana el premio de Escultura de la Bienal Internacional de Sao Paulo, Oteiza no estaba solo. Tampoco fue allí por una operación de marketing, como se ha dicho, sino con el apoyo de su mejor mecenas, Javier Huarte, que se dio cuenta pronto del valor y significación del lenguaje de Oteiza, tanto como de su originalidad expresiva. En aquellos años cincuenta, en que Oteiza trabajaba en Madrid, con los auspicios de Huarte, los jóvenes artistas del grupo El Paso también se apercibieron de que el discurso, las ideas, el tono y la energía de Oteiza eran sin duda singulares. Antonio Saura, Manolo Millares, Manuel Rivera, Canogar, Luis Feito, Pablo Serrano, entre otros, supieron que en Oteiza había algo más que un temperamento personal decidido, y que su visión del arte era renovadora. Caballero Bonald, que fue testigo de aquellas conversaciones, charlas y debates con Oteiza y esos artistas, lo ha certificado en sus memorias.
Oteiza se presentó en Sao Paulo con un proyecto teórico cuya originalidad cantó de inmediato Marcel Breuer, quien le advirtió al vasco de algo de lo que no era aún consciente: del valor mismo del lenguaje: «Usted habla en el interior del idioma». Entonces y ahora se sabe que Breuer no era un cualquiera, que, junto a Gabo, Gropius, Mondrian, Moholy-Nagy, entre otros, eran parte decidida de una vanguardia artística excelente, cuya significación estaba tanto en las formas del arte, como en su actitud histórica. Por eso, la vigencia de Oteiza hay que verla en las razones objetivas. Es su obra la que certifica la vigencia.
Una excursión al origen
Quienes, al analizar a Oteiza, han puesto el acento en negarle precisamente originalidad, afirmando que Oteiza le debe mucho a artistas como Henri Moore o Ben Nicholson, o que la obra del vasco está inspirada porosamente en los constructivistas rusos, tendrán que convenir que, si la obra de aquéllos sigue vigente, del mismo modo estará la del alumno aventajado. Es bien cierto que, cuando Oteiza hace las primeras esculturas adánicas en la década de los treinta del siglo XX, no sabía quién era Moore aunque sí Julio González, o Alberto Sánchez, y conocía el constructivismo por la suerte de tener en San Sebastián a su amigo, el arquitecto José Manuel Aizpurua, que facilitaba a los jóvenes artistas y escritores donostiarras (Oteiza, Lekuona, Balenciaga, Celaya, Gurruchaga) revistas de arte y nuevas ideas, traídas de París y Berlín.
En 1957, y antes de que hubiera recibido el premio de Sao Paulo que le proyectó sin duda en los ámbitos artísticos, y le certificó el camino que el artista se había marcado como exigencia, el crítico Gaya Nuño celebraba la obra y la escultura dinámica de Oteiza, como lo hizo Luis Felipe Vivanco, uno de los más exquisitos críticos e historiadores del arte. Gaya Nuño considera a Oteiza «reordenador de la escultura y de sus leyes», afirmando que «tiene una constante y directa relación entre su corazón y sus manos, y entre cerebro y corazón». Este crítico advertía ya en hora temprana la conjunción del discurso con la ejecutoria de la escultura de Oteiza. Por eso, no se puede comprender su Quosque tandem!, si no se advierte en el texto las claves de entendimiento del arte contemporáneo, tan necesitado de viajar al pasado, a pesar de su discurso futurista. Calvo Serraller señala a este propósito que «bajo esta paradoja aparente, la de relacionar el acelerado vértigo temporal de la vanguardia (...) con algo tan decididamente intemporal como es una identidad cultural arquetípica, Oteiza acertó a plantear la cuestión quizás más acuciante y grave del artista contemporáneo: su razón de ser. Antes incluso de haberse elevado a un plano de la consciencia, encontramos este mismo anhelo de avanzar retrocediendo en los principales maestros de la vanguardia histórica, cuya ruptura abismal con el pasado en pro de formas de expresión inéditas les lleva a identificarse con el hombre primitivo, a auscultar el eco interior no contaminado por siglos de civilización histórica»
Serraller ha situado el discurso teórico de este libro de Oteiza a la altura del gran libro de Giedion El presente eterno: los comienzos del arte. Para Serraller, Oteiza «se ha situado en el antes de la historia en ese vasto territorio de lo Preindoeuropeo». «Para explorar en lo más profundo hay, no obstante, que elevarse, como para avanzar hay que dar muchos pasos atrás. Esta paradoja sitúa a Oteiza en la experimentación vanguardista, a la que accede, por sendas en algún momento coincidentes, fundamentalmente, con Mondrian y Malevitch, a la consciencia del vacío, una consciencia plástica o poética, mas, en todo caso, una consciencia reconstructiva, pues en ella el hombre ha de reconstruirse y hallar su lugar en el cosmos, lejos del centro, fuera del centro».
Un asunto de la memoria
En 1984, Julio Caro Baroja, que no era amigo de elogios fáciles, afirmaba que Oteiza no era sólo un artista, sino una memoria: «Memoria es todo aquello que, al advertirse, nos dice más de cuanto somos y nos identifica y ratifica en ello. En Oteiza, equivocado o no, que no es la cuestión, yo veo al tipo de hombre del País más auténtico, más entero, que se expresa sin remilgos ni falsías. En fin, que hombres como él nos acercan más a la humanidad de nuestros mayores. Este hombre tiene asimismo sentido histórico, que no todo el mundo tiene, y posee, por demás, esa fuerza envidiable de quien, pensando y sintiendo, actúa. Es el tipo de vasco que no está dispuesto a pararse quieto e interviene».
La obra de Oteiza es hoy un referente para algunos intelectuales vascos. Lo es sin duda para escritores como los poetas Patxi Ezkiaga su libro Oteiza, profetaren 14 hitz verá la luz en días o Alfonso Pascal Ros su poemario Cuaderno para Miguel [Oteizas], está en imprenta, y para artistas como Emilio Varela, cuyo libro Las fuentes de arena se halla trasminado de Oteiza. Desde luego lo es también para escritores como Carlos Aurtenetxe, cuyo libro Jorge Oteiza, la piedra acontecida (1999) es un tratado de entendimiento poético del escultor. La obra de Oteiza fue a su vez un referente para algunos escultores vascos, que nacían al arte en la década de los ochenta, como Txomin Badiola, Moraza o Pello Irazu. Badiola tiene hoy el encargo más consistente para que Oteiza mantenga su vigencia: la realización del catálogo razonado del conjunto de su obra.
No se trata por demás de marcar ascendencias, sino resaltar valores. Posiblemente, en algunos de estos creadores se invirtió más el acento, los tonos, hasta el entusiasmo del propio Oteiza, que su obra artística. Y otros escultores de la generación anterior han dado testimonio verbal y formal de su inspiración en Oteiza. En algunos casos, la mimesis con la escultura oteiziana llega a extremos de copia sin rubor.
Desde luego, el temperamento de Oteiza trasciende el paisaje vasco. En 2007, el pintor Roberto Visca recordaba en Montevideo a Oteiza, como si todo cuanto el escultor vasco había dicho en unas conferencias en la capital uruguaya en los años sesenta del pasado siglo se hubiera impreso en su memoria. Sin su excursión americana, en la que se entretuvo más de los esperado, afortunadamente, la visión antropológica, ni la artística, pero asociadas, de Oteiza serían la misma.
Ciudades como San Sebastián, Bilbao, Vitoria-Gasteiz o Pamplona cuentan en sus calles, espacios y plazas principales con obras de Oteiza. No sabemos si los actos del centenario, en los que se mezclan celebraciones e intervenciones de rigor con lanzamientos a la plaza de espontáneos llenos de titubeo, van a mejorar o desmejorar el ideario artístico, histórico o personal de Jorge Oteiza. Además del Museo de Alzuza, Oteiza tiene algunas obras indisolublemente unidas a la historia del País Vasco. Es el caso del santuario de Arantzazu. Está Oteiza junto a Eduardo Chillida, abrazados ahí en el pórtico; está con Oiza, con Álvarez de Eulate, con Basterretxea, y hubiera estado con Ibarrola, si no es porque también entonces había brutos que se oponían, incluso físicamente, a la expresión del arte. Arantzazu es un lugar que trasciende al espacio religioso, y es evidente que, al menos para el conocimiento popular, se asocia a Oteiza. Bittoriano Gandiaga, poeta y religioso franciscano, solía decir que de este santuario podría retirarse todo el imaginario religioso formal, pero no podría hacerse lo mismo con las esculturas de Oteiza sin que el lugar dejara de ser religioso.
Algún signo o virtud humana e intelectual tendría Oteiza cuando, siendo un veinteañero, fue admitido como parte de la más resuelta inteligencia de Chile. Aquel joven vasco entró a formar parte del círculo íntimo de los más grandes escritores del momento, como Vicente Huidobro o Pablo de Rokha, de quienes aprendió, sobre todo de éste, su discurso directo, su propósito decidido de intervenir en la sociedad de su tiempo, más allá de su propia obra artística. Quien lea el libro de Rokha, comprenderá mucho mejor todo el discurso verbal de Oteiza en Quosque tandem! (1963) y Ejercicios espirituales en un túnel (1984), pero también en toda su obra poética. Que el primero de los libros estuvo vigente en su tiempo en la sociedad vasca, es innegable. Tuvo más influencia auténtica de lo que se ha dicho, en lo artístico y cultural, y menos, mucho menos, de lo que se ha venido a decir, en lo político.
La cantante Lourdes Iriondo escribió en 1977 un artículo que certificaba su consideración por Oteiza. Hacía allí memoria y revisión de cuanto supuso el movimiento artístico del Ez dok amairu, que explica su esfuerzo por comprender con la actitud radicalmente poética de Oteiza, pero, sobre todo, su papel rente a los demás y con los demás. Para la cantante, Oteiza era algo más que el personaje que había bautizado a la agrupación musical. «Si dibujo el perfil de un monte argumentaba Iriondo y lo miro, yo veo el monte, pero Jorge ve el horizonte. Desgraciadamente nos hemos quedado con el monte. Y que me pase eso a mí, que soy un producto híbrido, se comprende, pero, y a todos los demás, eh, ¿qué les pasa?».
La presencia de Oteiza es manifiesta también en Gabriel Aresti. Aunque no se ha señalado con acierto, la obra de Aresti le debe mucho. Y si la poesía de Aresti, que ahora cumpliría 75 años, rige, con no menos argumento debería tenerse en cuenta la poesía de Oteiza. No obstante, hay como una resistencia cómoda en el ambiente a considerar la poesía de Oteiza. El Museo editó en 2006 el conjunto de su obra poética fundamental traducida al euskera por Pello Zabaleta y José Luis Padrón, sin embargo no se ha hecho un solo comentario crítico de entidad a lo que supone un volumen como el referido.
Mundo, ancho y ajeno
Sería un error de visión circunscribir el mundo de Oteiza a su condición de vasco, pero no se puede obviar la influencia que tal condición tiene en su obra. No obstante,era un asunto planetario, y le gustaba mucho recordar el mensaje del título de una novela de su amigo Ciro Alegría: El mundo, como territorio ancho y ajeno. En 1988, Calvo Serraller en la actualidad, director de la Cátedra Oteiza de la Universidad Pública de Navarra advertía: «El proyecto creador de Oteiza es más que un simple proyecto artístico: es un proyecto metafísico, una cosmovisión».
Oteiza, que tenía más conciencia universal de lo que se ha querido reconocer, no en vano su universo creativo es un intento de representación del mundo, tenía también una pasión razonada, e irracional, para otros, sobre el País Vasco: «Somos de un pueblo en la medida que sentimos la necesidad de servirle», decía. También afirmó, en este mismo periódico, en 1998, que «un país que da tipos como Unamuno y Baroja, ya es un país: sólo es preciso darse cuenta de ello, y reconocerlo». De ambos estuvo cerca, como lo certifica en sus libros. No sabemos cuál es el amor que el tiempo le reserva a Oteiza, pero sí debería estar en consecuencia con la conducta de un hombre que entregó todas sus energías a dar sentido al arte, sin disiparlo de la vida, y que, un día en que estaba lleno de todo lo mejor que tenía, que no era poco, advirtió: «Yo siento la tristeza de un paisaje».