No me había preguntado, hasta este otoño, si las hojas se caen o si, por el contrario, se arrojan al vacío aprovechando una ráfaga de ... aire. En cualquier caso, admiro de los árboles su habilidad para deshacerse de lo que ya no les aporta.
Llega el invierno y la naturaleza se protege. Mientras las ovejas se cubren de lana, los arces se desnudan. Apenas hay luz y las hojas pierden su utilidad para realizar la fotosíntesis. El árbol gasta más energía en mantener las hojas que la que éstas le devuelven, así que las ramas cierran los conductos que nutren las hojas. Éstas pierden la clorofila, el pigmento verde se torna amarillo, naranja, rojizo y después caen. El árbol reduce su actividad para ahorrar energía y las hojas muertas alimentan la tierra para renacer en primavera.
Rumi, poeta y místico musulmán persa del siglo XIII dejó escrito: «Sé cómo un árbol y deja caer las hojas muertas». Camino, en paralelo al río, sobre una alfombra de hojarasca. Imagino que cada hoja de roble, tilo, haya es un error, una angustia, un resentimiento del que algún paseante ha conseguido desprenderse. Me gusta el sonido que producen al crujir bajo mis zapatos. Algún escolar recogerá alguna hoja y la colará en una cartulina. Un amante otoñal señalará un poema en el último libro de Karmelo C. Iribarren.
Desprenderse. Suena fácil. Pero se nos da mejor aferrarnos a recuerdos inútiles que deshacernos de aquello que nos lastra. No sé, quizá las personas seamos árboles de hoja perenne.
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