Turismo mata turismo
El viajero moderno va muy rápido, saca cientos de fotografías, picotea de flor en flor, lo invade todo; pero no observa, no analiza
Desde que el ser humano se pasea por la Tierra ha sentido la necesidad de viajar, de vislumbrar lo que se oculta más allá del ... horizonte, de conocer nuevos rincones. Al fin y al cabo la vida no es sino un viaje, un camino del que desconocemos lo que nos vamos a encontrar detrás de la última curva. «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca/pide que el camino sea largo, /lleno de aventuras, lleno de experiencias», nos dice Konstantino Kavafis.
El fenómeno del turismo masivo viene de mediado el siglo XX. Antes la gente sencilla no veraneaba, sino que iba a casa de sus familiares o volvía al pueblo. Los turistas eran contados. En el siglo XVIII y XIX lo que se daba era el viajero romántico, el diplomático o el viajero-escritor. Hay que ver con qué admiración venían a España desde Inglaterra o Francia. Pasar la frontera era para ellos entrar en el imaginario de algo romántico, distinto, exótico, de morería. No hay más que leer a estos escritores para darse cuenta del hechizo y el asombro que suponía para ellos cada kilómetro de diligencia. Paisanaje, caminos, posadas, costumbres que admirar. En verdad eran casi exploradores de un mundo ignoto. Así nos hablan Richar Ford, T. Gautier, Ticknor, Washington Irving, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Christian Andersen, Gerald Brenan o Davillier, con Gustavo Doré,y tantos otros. Por entonces las playas eran para los pescadores. Hoy el mundo se nos ha quedado pequeño.
Aquellos eran viajeros, observadores, descubridores de una nueva realidad, nada que ver con el turismo generalizado de hoy día. El turista moderno va muy rápido, saca cientos de fotografías, picotea de flor en flor, lo invade todo... Pero no observa, no analiza, no se introduce en el ambiente, no habla con la gente. Podemos decir que el excesivo turismo puede matar el turismo. Y a veces lo ha matado.
Venecia, en ciertos momentos, resulta intransitable por los miles de turistas que la invaden. Barcelona tiene días en que atracan tantos ferris que hace que la gente huya de la ciudad para poder respirar. La Gran Muralla china, en la zona de Pekín, no se puede visitar porque está llena de... chinos y más chinos. Hay días en que en la Alhambra de Granada hay tanta gente que se le escapa su perfume nazarí. Y así decenas de sitios donde tiendecitas con todo tipo de recuerdos y souvenires made in China parece que son lo importante y ahogan lo fundamental. Son los tiempos. ¿Dónde queda el placer de poder pasear de forma relajada, sin prisas, sin pisotones y saboreando la comida de antaño?
He vuelto a visitar lugares donde estuve hace años, cuando tenían el encanto de lo original, y el cambio ha ido a peor. Voy a poner un ejemplo. Desde que visité la primera vez Santillana del Mar, en Cantabria, me encantó. Ciudad elegante, con olor y sabor a hidalguía montañesa, lleno de belleza y autenticidad, donde las vacas paseaban por la calle para ir a abrevar y dejaban su olorosa firma... Ahora ya no pasan al abrevadero. Todo son tiendas con cachivaches para los turistas, y ya no huele a horno de leña, ni a boñiga fresca de vaca... No es que le hayan quitado su hermosura, pero la han domesticado tanto que parece un pastiche. Tanto la han preparado para ser visitada, tanto la han preparado para el negocio, la han dejado tan relamida, que le han quitado su auténtico sabor.
Esto mismo podríamos decirlo de rincones señeros de Roma, París, Estambul, Madrid, las pirámides de Egipto, Macchu Picchu y otros tantos escondites que han perdido su encanto por el turismo masivo y el desarrollismo de tiendas y mercadeo que hacen que lo auténtico y original quede difuminado por el consumismo. Pero me temo que no hay remedio, es el signo de los tiempos, de la mundialización.
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