Derrotas
Poco necesita el ser humano cuando precisa de la victoria ajena para alegrarse y ennoblecerse
El equipo femenino de fútbol de la ciudad ha sufrido recientemente una derrota espectacular frente al club de Barcelona, en la final de la Copa ... de la Reina. Es sabido, siempre que se tenga algún interés por las cosas pequeñas de la comunidad, que los estados de ánimo de los habitantes, así tomados como si fuesen uno, dependen, en alguna manera, de las victorias y derrotas deportivas. Que los locales ganen, en la modalidad y categoría que sea, bien; la autoestima se dispara en la escala de valores anímicas y reina la alegría y la franqueza; el amor propio se apropia de todas las estancias del corazón; y el orgullo mal interpretado, junto a la vanidad, salen a pasear ufanos, con semblante alegre y marcha regular acelerada. Poco necesita el ser humano cuando necesita de la victoria ajena para alegrarse y ennoblecerse.
La derrota fue rotunda. «Sin paliativos», dijo alguien, no sé si en una emisora de radio, en una tertulia televisiva, o desde el fondo sur de una taberna. Y me puse a cavilar y a preguntarme si había algo en la vida, incluso la propia vida, en la que no existan los paliativos. No me refiero solo a los casos de enfermedad extrema y de dolor inenarrable, donde, sin paliativos, el tránsito a la salud o a la muerte, si sucediese, sería imposible, a riesgo de perder el juicio. No conocemos la existencia sin paliativos: el café de la mañana que nos despierta la mente y aviva los sentidos; los placeres de la comida o de la cena, el entretenimiento incesante y continuo, por medio de las plataformas diversas que se han apoderado de los hogares; cualquier artificio que convierte lo cotidiano en algo especial; algún medio de evasión... Hasta el dormir se vuelve aceptable, gracias a productos hipnóticos y adormideras: el loto de los navegantes.
Las derrotas ajenas, aunque sentidas como propias, no son tales, si se miran en su conjunto. Llegar a la final ya es una victoria, como lo es también jugar en un equipo situado entre los mejores de su liga, o como se llame. Las derrotas propias, pocas veces asumidas por gente ajena, a no ser que se trate de amigos, no dejan de ser ejercicios sin demasiada importancia, bagatelas de otoño, hojarasca... Son la consecuencia del juego: a veces se gana, muchas veces se pierde. A no ser que se considere que la vida, en sí, no es un juego ni una disputa, y, por tanto, todas las vicisitudes y contrariedades que vienen no son más que accidentes, que, a la larga, enseñan cuáles son los límites.
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