Elogio a la confianza
En el mar de desinformación actual, el hecho es menos importante que su carga afectiva
La confianza es indispensable para el funcionamiento personal y social. Empieza siendo un sentimiento emocional que con la maduración cerebral se torna reflexivo y racional. ... En la infancia y adolescencia se confía ciegamente en la familia y el grupo; más tarde, se confía en quien se lo ha ganado. Es decir, la confianza adulta es racional. Surge de un proceso activo y reflexivo fruto de la actividad de la corteza prefrontal, sede de la capacidad crítica y de la valoración moral de los hechos, que aporta un escrutinio continuado. Cuesta ganarla, puede dilapidarse en segundos y vive bajo vigilancia. Cuando no es así, es una confianza patológica que explica las estafas, el fanatismo y otros males. La confianza es también un pilar del progreso. El trabajo especializado y el comercio, motores de la democracia liberal, no existirían sin ella. Cooperamos si confiamos. Desde el trato, el trueque y el pago en especies hasta la factura a 90 días. Pero, así como aprendemos a confiar, también aprendemos a mentir desde la más tierna infancia. La mentira envenena la confianza. Muchas son inofensivas y prosociales (mentiras piadosas), pero otras son muy peligrosas por generar desunión, falta de proyectos comunes y polarización. Otro enemigo de la confianza es la incertidumbre, especialmente cuando afecta a la vida o al capital de las personas (en el ámbito científico, la duda mueve a buscar la verdad). Miren el efecto de la fiebre arancelaria de Trump.
En la era de internet, mentira e incertidumbre tienen un nexo común: las redes sociales. Internet facilita la vida tanto como la fabricación y difusión de noticias falsas debido al anonimato, a su capacidad de viralización, a la distancia respecto al origen de la noticia y a problemas de verificación (un rumor se difunde más rápido que lo que se tarda en comprobar, algo que, paradójicamente, podría resolverse con la ayuda de internet). En la sociedad de la inmediatez, el valor de la información cambia: el hecho en sí tiene menos importancia que su carga afectiva. Aunque se desmienta, un mensaje falso aguanta el paso del tiempo si su impacto emocional es intenso. Lo importante es captar la atención, sorprender y difundir la información, aunque sea falsa. Para colmo, nos hemos acomodado y nos dejamos arrastrar por sesgos cognitivos que favorecen la asimilación de bulos. Esta realidad ocasiona una pérdida de credibilidad de los medios de comunicación convencionales que el ciudadano desconcertado extiende a todos ellos sin distinción y los mete en el mismo saco de mentirosos y poco fiables. Esto ya sucede en política, donde, además, la desinformación pone en grave riesgo la democracia porque desestabiliza y erosiona sus principales defensas: El respeto al adversario y la fortaleza e independencia de las instituciones como contrapesos del poder (Ziblatt y Levitsky). En este contexto, es desconsolador que el poder político sea la principal fuente de medias verdades. Crean el relato que quieren que creamos. Y, claro, crece la desafección.
La credulidad, la confianza en los demás, se resiente en esta época de propaganda, neolenguaje pleno de eufemismos y noticias falsas. Es el escenario perfecto para una distopía en la que nadie se fíe de nadie y mande quien tenga poder y capacidad para manipular el gran teatro del mundo a través de las redes, quizás algún autócrata con alma de 'influencer' en cuyas manos toda disrupción tecnológica será una amenaza existencial. ¿Qué se puede hacer? En el plano individual, antes de caer en una absoluta y nociva incredulidad, es recomendable mostrar una sana desconfianza, afilar el espíritu crítico y verificar las noticias. En el ámbito social, cabría exigir un lenguaje claro y la regulación de las redes para perseguir y penalizar la mentira, en especial la que tenga graves consecuencias sociales (la OMS pide tolerancia cero a la mentira en temas de salud pública donde el daño puede ser inmenso). No obstante, el concepto «graves consecuencias sociales» tiene fuerte carga ideológica y el acuerdo parece una quimera. ¿O no?
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