Le llamaré G. aunque es obvio que George no era su nombre real. Le veíamos cada tarde, de vuelta del instituto. La última parada del ... bus de las 19.15 coincidía con ellos a la altura del Maite, Conchita, Ondarribi. Seis o siete viejos marineros, arrantzales jubilados, parados en corro con un vino en la mano, con el semblante de quien no se ha acostumbrado a pisar tierra firme. Y entre ellos, incomprensiblemente, él, gesticulando, gritando en inglés, arrancándoles una sonrisa de las profundidades. No hablaba una palabra en castellano, ni en euskera pero tampoco le hizo falta. Aquella cuadrilla no pronunciaba palabra ni para pedir en el bar.
Aseguraban que era un mafioso de chicago, testigo protegido, que con su testimonio había hecho caer el Clan de los Escoceses. Otros juraban que era un afamado ladrón de bancos que estaba borrando su recuerdo después de un gran golpe. No sé, es difícil creer que llegara al pueblo con la intención de pasar desapercibido. Un cincuentón pelirrojo de cabello rizado y chaquetas de colores estridentes se hace ver en una cuadrilla de arrantzales, sacados de un lienzo de Albizu, vestidos de riguroso azul mahón y con la cara amoratada por venas y vinos.
Desapareció de un día para otro. Evidentemente, nadie llamó a la Policía. La tarde siguiente, su cuadrilla descubrió que tenían pagados los vinos de tres años. Nadie supo más de él. Qué tiempos aquellos, antes de internet, cuando aún era posible pasar desapercibido.
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