Mi abuela Pepi vivía feliz en el sofá, viendo peliculazas de James Stewart, Katharine Hepburn y Jack Lemmon a todas horas, a veces sin sonido ... porque se sabía los diálogos de memoria, hasta que llegábamos nosotros a darle la tabarra. Que se tenía que mover, que paseara por la huerta, que pedaleara en la bici estática –«la biciquieta», decía ella –. En Semana Grande la animábamos a que saliera a ver los fuegos artificiales. Ella cerraba la ventana para ni siquiera oírlos y respondía siempre igual: «Yo vi los fuegos que le echaron al conde Ciano y eso no se puede mejorar».
Mi abuela dijo basta a los fuegos en julio de 1939, cuando Galeazzo Ciano, ministro de Exteriores de la Italia fascista, yerno de Mussolini, pasó por San Sebastián. Las crónicas dicen que Franco dio un discurso de bienvenida a Ciano, «descendiente de aquella Roma imperial que nos legó el latín», y que se fueron juntos de paseo por Orio, donde los 'mariñeles' los recibieron con un arco de remos alzados, y Zarautz, donde pasaron revista a los fascios formados en el palacio de Narros. La guinda fue «la fantástica fiesta nocturna en nuestra incomparable bahía». Encendieron cientos de bengalas en la isla, dispararon miles de cohetes desde los montes, docenas de barcos lanzaron artefactos «que estallaban y resplandecían como volcanes». En Igeldo iluminaron unas enormes letras rojas –perdón: coloradas– que decían «Franco» y en Urgull otras que decían «Duce». Remata la crónica: «San Sebastián hace así de bien las cosas. No habrá pueblo que las haga mejor».
Si a algunos les gusta decir que Franco construyó pantanos o que Hitler extendió las autopistas, yo añado que también Mussolini hizo cosas buenas: ahorró a mi abuela setenta años de heladito y fuegos.
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