«Queremos que se recuerde a nuestros padres por quiénes eran, no por este sitio»
Un año de la tragedia de Zaldibar ·
En el primer aniversario del derrumbe del vertedero, los hijos de Alberto y Joaquín, sepultados por el alud, repasan un año de dolor: «La herida es de por vida»Nahia, Laura, Pablo y Fran no se conocían hace un año. Pero hoy les une un vínculo que ya es, según sus palabras, «para siempre». ... Son los hijos de Alberto y Joaquín, los dos trabajadores que fallecieron sepultados por el derrumbe del vertedero de Zaldibar, ocurrido el 6 de febrero de 2020. La única vez que habían coincidido los cuatro fue en el funeral de Alberto Sololuze, el padre de Nahia, el pasado mes de septiembre. El Diario Vasco les vuelve a reunir, esta vez junto al vertedero en el que aún se busca a Joaquín Beltrán, cuando se cumple un año del desastre, que provocó la mayor crisis medioambiental de Euskadi y una tragedia humana para estas dos familias.
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Nahia ha visitado muchas veces la zona, e incluso llegó a caminar por el vertedero unos meses después de que se viniera abajo. Pero los tres hijos de Joaquín no se han acercado al lugar en todo este año. Les resulta muy doloroso. Y eso que Fran lo conoce muy bien, ya que aquel fatídico día de hace un año estaba trabajando en la escombrera. Su padre le alertó, como a muchos otros, de que saliera de allí. Y aquel aviso le salvó la vida.
El encuentro se produce en una loma junto al lugar en el que los escombros del vertedero invadieron los cuatro carriles de la AP-8. Desde ahí se ven los dos muros de contención que se han construido para evitar nuevos derrumbes y las excavadoras trabajando en lo alto del vasto terreno que se vino abajo. Nahia explica que es como si el monte Ulia se viniera abajo sobre la playa de La Zurriola.
Pablo, de 18 años y Fran, de 22, dirigen alguna mirada esquiva hacia el vertedero. Laura, la hermana mayor, de 25 años, da la espaldas a ese paisaje de dolor en todo momento. No quiere saber nada de ese escenario. «Para nosotros este sitio ya no existe», dice con una mezcla de pena y desprecio hacia el lugar que ha truncado sus vidas. «Queremos borrarlo y que dejen de vincular a nuestros padres con él. Se merecen que les recuerden por quiénes eran y por los momentos que pasamos juntos, no por este sitio». «Es que vas por la calle y oyes: 'Mira, esa es la hija del del vertedero, y la que va con ella la mujer'», dice Nahia. «Son comentarios muy dolorosos», añade Pablo. No pueden abrazarse (maldito Covid), pero los gestos y miradas de cariño y emoción entre ellos son evidentes. Las dos chicas se cogen del brazo. «¿Qué tal la ama?», le pregunta Fran a Nahia. Se entienden como nadie más podría. «Es que yo sé perfectamente por lo que están pasando, y ni siquiera yo puedo decirles nada que les pueda ayudar», dice la hija de Alberto. «¿Qué les digo? ¿Ánimo? Eso no sirve de nada». «No hay consuelo», reconoce Laura. Sus hermanos asienten, cabizbajos.
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Lo único que podría aliviar su dolor es encontrar el cuerpo de su padre, de Joaquín. «El libro va a ser el mismo, pero con diferente final», aseguran sus hijos. «Es que no valen las palabras, solo van a tener descanso cuando le encuentren, como me ocurrió a mí», asume Nahia, que transmite la tranquilidad de saber que su padre está enterrado lejos de la basura del vertedero, como ella deseaba. «Ese no es lugar para nadie, no le deseo ni a mi peor enemigo lo que están pasando estos chicos». Se refiere a los jóvenes hijos de Joaquín, que viven angustiados desde hace un año, al igual que el resto de su familia, esperando una llamada que no llega. Pero no pierden la esperanza. «Eso nunca». La búsqueda no ha parado, ni siquiera durante el confinamiento. «Solo pedimos que no dejen de buscar a aita, queremos tenerlo con nosotros», y empezar así el necesario duelo. Confían en que la agonía acabe pronto y en los próximos meses puedan encontrarle.
El derrumbe se produjo hace hoy un año, sobre las cuatro de la tarde. El suelo del vertedero, propiedad de la empresa Verter Recycling, comenzó a temblar y en pocos minutos se vinieron abajo medio millón de metros cúbicos de escombros, residuos industriales, tierra y árboles, que se deslizaron varios cientos de metros, hasta invadir la carretera. Los trabajadores comprobaron enseguida que faltaban dos compañeros: Alberto Sololuze, de 62 años y natural de Eibar, y Joaquín Beltrán, vecino de Zalla de 51. La búsqueda comenzó de inmediato y se prolongó hasta la madrugada, aunque la inestabilidad del terreno obligó a detenerla. «Cuando llegué allí, sobre las diez de la noche, nos dijeron que no había posibilidad de encontrarles con vida», recuerda Nahia, que tardó dos horas en llegar a la zona desde Azpeitia, debido al colapso en la carretera.
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La búsqueda se suspendió esa misma noche tras detectar gran cantidad de amianto en la zona en la que habían estado trabajando 60 operarios. En los días siguiente se reanudó y se canceló varias veces, ante el riesgo de un nuevo derrumbe tras detectarse grietas y por la generación de varios incendios. Las semanas fueron pasando y llegó la crisis sanitaria y el confinamiento, agravando aún más la agonía de las dos familias.
Laura, que se había independizado, volvió a casa para estar junto a su madre y sus hermanos. «La ama está muy mal, sigue atrapada en aquel día», reconocen. «Mi ama no sonreía, y ahora ha empezado a hacerlo. Necesitan encontrar a su padre. Solo les deseo eso, para que puedan por fin descansar. Yo ahora duermo, antes no podía», señala Nahia. «Las noches son muy largas y solitarias. Queremos encontrarle y cerrar esta etapa y poder dormir sin ayuda. Es muy duro llegar a casa cada día, cerrar la puerta y que no esté él», reconoce Laura, que luce un collar con el nombre de Joaquín. Se le escapa una lágrima que lleva intentando contener desde que se ha bajado del coche. Nahia le mira con ternura y también se emociona.
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Y apareció Alberto
La búsqueda continuó sin grandes novedades. A los dos meses del derrumbe se encontró el coche de Alberto, que estaba estacionado junto a la entrada del vertedero, reducido a chatarra entre los escombros. Sin embargo no fue hasta agosto, cuando se cumplía medio año desde el desastre, cuando llegó la noticia más esperada. El día 16 de ese mes, los operarios encontraron el primer resto humano, después de haber cribado casi arqueológicamente toneladas de escombros. Era una tibia, cuyo ADN se tenía que cotejar con el que habían prestado Nahia y Fran, para saber a cuál de los trabajadores pertenecía.
Al día siguiente se encontraron más huesos que componían casi un cuerpo entero. El análisis forense determinó que se trataba de los restos de Alberto Sololuze. Nahia recuerda que cuando le dijeron que el primer hueso estaba envuelto en un chándal negro supo que era de su padre. «Lloré como una loca. Sabía que era él, lo sentía».
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Fran llamó a Nahia cuando se confirmó la noticia, y toda la familia acudió al funeral de Alberto, que se celebró en una abarrotada parroquia de Markina, localidad en la que vivía desde hace años el eibarrés. «Cuando encontraron a Alberto nos alegramos mucho y también se avivó la esperanza de encontrar a nuestro padre. Aunque es verdad que ha sido duro que hayan pasado meses y no haya aparecido», señalan.
Esperando a Joaquín
Tras buscar sin éxito en la zona B1 donde encontraron a Alberto, los trabajos prosiguieron en la B1a, donde Joaquín fue visto por última vez por uno de sus compañeros, aunque tampoco hallaron restos humanos allí. Minutos antes de la catástrofe, el de Zalla escuchó un rugido extraño en la tierra y comenzó a alertar a sus compañeros para que salieran del lugar, entre ellos su sobrino y su hijo Fran. Intentó también avisar a Alberto, que trabajaba en la báscula de pesaje de camiones, pero el vertedero engulló a ambos. La búsqueda continúa.
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Las máquinas avanzan mientras la familia de Joaquín sigue esperando. Este último año que quieren borrar de su memoria ha estado lleno de altibajos. «Hay veces que parece que el tiempo ha pasado rápido, pero otros en los que sientes que se detiene», reflexionan entre los cuatro. Durante este tiempo no ha sido fácil además ver o leer noticias y comentarios sobre lo ocurrido en el vertedero casi a diario. «Al principio necesitaba saber cómo iba la búsqueda y estaba pendiente, pero llegó un momento en el que dejé de mirar las noticias. No podía más», dice Laura. Tampoco ha sido sencillo ser el foco de todas las miradas. De hecho, es la primera vez que los hijos de Joaquín acceden a salir en un medio de comunicación. «Nosotros somos una familia muy discreta, nos gusta estar en casa, tranquilos, y no ser el centro de atención», se explica Fran.
Con la esperanza de que Joaquín pueda descansar en paz lo antes posible, los cuatro se despiden. Ha sido un encuentro de emociones contenidas, de dolor compartido. «Esta es una herida de por vida, con la que tendremos que aprender a vivir», dice Laura, «y que poco a poco cicatrizará, aunque nunca cierre del todo», añade Nahia, que les invita a volver a reunirse, cuando todo pase, ojalá lo antes posible. «Claro que sí, venís la ama y tú a comer a casa un día», le propone Fran. «Es que el vínculo que tenemos es para siempre. Nadie nos entiende como lo hacemos entre nosotros. Siempre vamos a estar unidos».
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Joaquín Beltrán, muy trabajador, humilde y sencillo
Joaquín Beltrán intentó salvar a sus compañeros al darse cuenta de que algo no iba bien aquella tarde del 6 de febrero en el vertedero de Zaldibar, en el que trabajaba junto a su hijo Fran, su hermano y su sobrino, al que alertó por teléfono de que saliera de allí, instantes antes de que la el terreno se llevara por delante el camión en el que trabajaba. Salvó a muchos, pero no logró salir con vida y su cuerpo sigue sepultado bajo los escombros del vertedero. Sus compañeros están convencidos de que iba a avisar a Alberto cuando fue engullido por el alud de tierra. «Nuestro hermano vivió como murió: salvando vidas», dijeron sus hermanas tras el suceso.
Joaquín nació en la localidad vizcaína de Zalla, donde residía. Tenía 51 años, estaba casado con Elena y tenía tres hijos, Laura, de 25 años, Fran, de 22 y Pablo, de 18. Joaquín era dueño de una empresa de excavaciones y construcciones que puso en marcha hace unos seis años, Excavaciones Joaquín Beltrán, y quienes le conocían decían que era «un chico formal. Trabajador, sencillo, muy familiar». Los vecinos de Otxaran, el barrio en el que residía, se quedaron consternados por la noticia. «Era un tipo que caía bien, que le gustaba controlar personalmente todo lo que hacía. Es una desgracia», indican.
Antes de formar su propia empresa, trabajó muchos años en calidad de encargado para Excavaciones Leandro Gómez, una empresa de Bermeo subcontratada por Cespa para gestionar el vertedero de Zalla, que está en un monte de utilidad pública, hasta que hace seis años montó su propio negocio.
Aunque su trabajo con retroexcavadoras se centraba en Zaldibar, de vez en cuando realizaba labores en zonas forestales donde tenía viejos contactos. Su compañeros aseguran que, aunque era el jefe, era habitual verle trabajando sobre el terreno. «Era un hombre humilde y honrado, de los que se ha hecho a sí mismo».
Alberto Sololuze, un hombre familiar a punto de jubilarse
Alberto Sololuze llevaba toda la vida trabajando y ya planeaba su retirada. Tenía incluso fecha, el 14 de enero de 2021, el día que cumplía 63 años. Sin embargo el 6 de febrero se fue a trabajar y no regresó. Era una de las víctimas del desastre de Zaldibar.
Aunque vivía en Markina, era muy conocido en Eibar, localidad en la que nació y donde trabajó más de 25 años en las concesionarias de la Ford y también en la Peugeot. Entró en el vertedero de Zaldibar nada más dejar la Ford y trabajaba en las labores de control del pesaje de los camiones que llegaban.
Estaba casado con Nati y tenía una hija, Nahia, de 33 años, un nieto, Oier, que cuando ocurrió el desastre apenas tenía año y medio, y con el que a ALberto se le caía la baba. De hecho, una de sus ilusiones era jubilarse para poder pasar más tiempo con él y poder ir a buscarle al cole. Nahia contó que ha guardado el último regalo que le hizo Alberto a Oier, una motosierra de juguete, para que no se estropee y, dentro de unos años, el niño tenga algún recuerdo de su 'aitxitxe'.
Sus amigos decían de él que era una «bellísima persona». En palabras de su hija, « era un hombre serio, pero le
gustaba salir, ir con los amigos, al monte a por 'perretxikos'. Hace unos años mi madre tuvo un problema grave de salud y él se encargó de todo. Le echa mucho de menos. Nunca he oído a nadie hablar mal de mi padre. Tenía muchos amigos, hemos recibido muchas llamadas de gente que le conocía. Tenía 'pronto', pero era un buen hombre».
Y tenía una relación muy especial con su única hija, con la que se entendía «con una sola mirada». «Tengo una relación muy buena con mi madre y nos queremos mucho, pero cuando me despertaba de pequeña por las noches yo siempre le llamaba a él. Con solo mirarnos nos conocíamos, ya sabía lo que yo pensaba. No le podía esconder nada, porque me conocía tan bien...», asegura Nahia.
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