Con 25 años, cuando Wilhelm se topó, por casualidad, con Catherine, en una chocolatería de Biarritz, la probabilidad de que coincidieran era de una entre ... veinte mil. La esperanza de que entablaran conversación era de una entre 10 y la de que volvieran a quedar, de una entre 15. Años después, un día de junio de 1893 concibieron a su única hija, Gratianne Müller. En aquel preciso instante, uno de los cien mil óvulos fértiles que tuvo Catherine y uno de los doce billones de espermatozoides que produjo Wilhelm en sus vidas se encontraron y engendraron a mi abuela paterna.
Cada ser humano es el eslabón irremplazable de una cadena de azares. El resultado de una sucesión de millones de coitos. De uno de sus padres, de los dos de sus respectivos abuelos, de los cuatro de sus bisabuelos, de los ocho de sus tatarabuelos.
Somos antes y después. Eslabones de una cadena genética y cultural que transmitimos entre generaciones. Somos hijos antes de padres. Aprendices antes de maestros. Somos acciones, causas y efectos enlazados en cadenas de lealtad, de valor, de conocimiento, de colaboración que nos han guiado en el viaje y han logrado que perduren culturas, costumbres, relatos, terapias, alimentos.
Cada uno de nosotros es una excepción, una casualidad única e irrepetible. Pero en esta explosión contemporánea del individualismo es sano recordar que hemos llegado aquí como parte de una herencia. Somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.
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