El helado de vainilla ya no sabe igual
De crío, el fin del verano lo marcaba la llegada del festival de cine, porque después ya todo eran las clases en el Corazón de ... María, con la playa de Gros como recreo en marea baja y si estaba alta, pues también. En aquellos años 70, Franco aún sin terminar de irse del todo, con mis hermanas y un helado de vainilla, nos pasábamos un rato viendo desfilar famosos en el Victoria Eugenia sin tener ni idea de quién era nadie. Volvíamos a casa contando a saber qué, pero tenía su magia, porque los veíamos entrar entre música, muy bien planchados los vestidos y las sonrisas, como anunciando que allí dentro se lo iban a pasar muy bien y tú no. Pasar por delante de aquellos carteles gigantes y leer nombres de películas que lógicamente no ibas a poder ver, también alimentaba el interés. Nada me hacía imaginar que años después, iba a poder ser parte de ese decorado, asistiendo por ejemplo al despliegue de talento de una Bette Davis en plena formal mental a pocos días de fallecer, haciéndose cargo ella sola de repartir tiempos en su recordada rueda de prensa, o sentir algo parecido a la envidia, viendo como un chaval de Vitoria, se llevaba la Concha de Oro, cuando a ti te costaba un mundo rodar un corto, o buscar quién era ese austriaco de apellido Haneke que en 1.992, me había dejado tan descolocado con su película 'El video de Benny' y querer seguir yendo cada año para descubrir películas que te habría encantado que se te hubiesen ocurrido a ti. Tampoco imagine que varios de mis largometrajes, iban a poder ser parte de esa fiesta, en una sala llena de gente prestando atención a lo que les contaba, experiencia tan adictiva, que a uno le apetece volver a las andadas y revivir esos momentos. También es verdad que el helado de vainilla ya no sabe igual, quizá porque faltan esos padres a los que poder contar a la vuelta, lo bien que se lo deben de pasar allí dentro.
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