Diario de Barcelona: libros y turistas
«Se venden más libros y se lee más», nos cuentan en el Planeta, que se falla este sábado. Los barceloneses vuelven a ver «el fantasma de Venecia». Me suena, les digo
Traigo una buena noticia y otra regular. La buena: el mundo del libro creció en España un 15% el año pasado; se lee cada ... vez más, se venden más ejemplares, se abren librerías. La letra impresa vive un auge inesperado. La mala: Barcelona vuelve a estar tomada por el turismo como el parque temático que era antes de la pandemia.
¿Qué tienen en común los libros y los turistas? Hola, escribo desde Barcelona en la ceremonia anual del Premio Planeta. Esta noche se sabrá quién es el autor (o más probablemente autora) que se lleva el millón de euros del premio. Pero el Planeta es más que un galardón literario: cada año reúne a escritores y periodistas, entre la literatura y el glamour, en un rito que es una mezcla de marketing, del espíritu de los Reyes Magos (se sabe desde ya que 'el ganador son los padres', pero el jurado seguirá votando esta noche durante la cena mientras la noticia del vencedor ya está en las rotativas) y del oropel. Pero qué bien que la excusa de la reunión sean los libros. Y que además los jefes de Planeta den la noticia de que sigue creciendo la venta de libros, sobre todo entre papel y también entre los jóvenes.
Esta semana, antes de viajar a Barcelona, me lo decían mis amigos libreros guipuzcoanos: se vende bien y además se espera que el otoño sea fértil, con títulos como lo nuevo de Dolores Redondo, que sale a la venta en noviembre.
Pero hablemos de la capital catalana, esa Barcelona en la que he consumido tantos buenos momentos a lo largo de los años. La otra noche, mientras me tomaba un Dry Martini en el Dry Martini (valga la redundancia, como dicen los periodistas deportivos) el camarero me explicaba que acaban de cambiar el interior de la barra del local, para modernizarla, pero manteniendo exactamente igual el aspecto. «Cambiar esta barra sería como quitar piedras de la fachada de la Sagrada Familia», bromeaba. Si se acierta con las horas y los días hay muchas barcelonas que siguen siendo las de siempre, pero si uno da un paseo desde el Paseo de Gracia hasta la Barceloneta pasando por la Catedral debe pelear con los turistas de los cruceros, los jóvenes de la mochila, los del lujo que guardan cola ante las grandes tiendas y los mediopensionistas. Pasada la pandemia la furia ha vuelto, ajena a las crisis de gobierno de la Generalitat, a las crisis del Barça o a las crisis de la inflación.
Todos somos turistas pero no nos gusta reconocernos como tales. «Volvemos a sentirnos venecianos en Venecia», me dice un colega de un diario barcelonés. Me cuenta que en verano estuvo en Donostia y vio que el fantasma del desembarco masivo de turistas que desnaturaliza ciudades acecha también en San Sebastián. «Los propios donostiarras lo sabemos mejor que nadie, y en eso estamos», le digo, quizás demasiado optimista.
Nos gusta hacer turismo pero no nos gustan los turistas, ni en los destinos a los que vamos ni en casa. A ver quién cuadra ese círculo. Al menos se venden más libros...
EN VOZ BAJA
El Kursaal, el aeropuerto y eso de «lo txikitoes hermoso»
Vivo en Donostia, un lugar pequeño con alma de grande, una ciudad donde pasan muchas más cosas de las que correspondería a un municipio de menos de 200.000 habitantes. Por la mañana puedes bañarte en la playa y por la tarde, a diez minutos de paseo, aplaudir en el Kursaal a una Patti Smith que solo hace un par de paradas más en su gira europea. Sacar partido a lo txikito es una buena forma de ser grande. Lo pienso mientras vuelo de Hondarribia a Barcelona: algunos cráneos privilegiados habían condenado a nuestro aeropuerto a desaparecer «por pequeño, no competitivo, sin capacidad de atraer viajeros». Y poco a poco, añadiendo vuelos, operando con aviones mayores gracias a las mejoras tecnológicas, bajando precios en consecuencia, no solo suma vida, sino que entra en esa tendencia europea que apuesta por aeropuertos «humanos» frente a los gigantes.
Pero yo quería hablar del Kursaal. El sábado pasado, al salir feliz del concierto de Serrat, pensaba en las emociones vividas ahí en apenas tres meses, del electroshock de Iggy Pop en el Jazzaldia a las lágrimas de Juliette Binoche en el Zinemaldia, del histórico bis de Xabier Anduaga en la Quincena a las ponencias de Gastronomika. El Kursaal es grande, pero lo hemos hecho felizmente txikito. O sea, nuestro.
mezquiaga@diariovasco.com
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