La pandemia lleva a reforzar con llamadas cada dos días y visitas la protección a las víctimas de maltrato
El confinamiento alteró el comportamiento de las denuncias por violencia de género; 5.000 mujeres están bajo control de la Ertzaintza
El virus de la violencia machista no encuentra vacuna con la suficiente carga de inmunidad como para lograr desactivarlo. Agresiones, amenazas, vejaciones, acoso... Unas 5. ... 000 mujeres en Euskadi siguen inmersas en situaciones de violencia física o psicológica que les obligan a mantener medidas de protección para evitar nuevos ataques por parte de sus parejas o exparejas. Esta realidad, cada vez, por suerte, más visibilizada, ha sufrido también los efectos de la pandemia. No por un aumento de casos. Los datos de agresiones de la Ertzaintza reflejan una situación sostenida en el cómputo del año, e incluso un descenso en Gipuzkoa con 963 atestados abiertos por agresiones, casi un centenar menos que entre enero y octubre del año pasado. Pero sí ha variado el comportamiento que las estadísticas de denuncias interpuestas revelan durante los periodos de confinamiento, desescalada o las actuales medidas restrictivas en la movilidad o las actividades. Estas circunstancias excepcionales han alterado la evolución lineal de casos y han generado picos y valles poco habituales.
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El primer síntoma que activó las alertas en la Ertzaintza llegó la primera semana de confinamiento tras la declaración del estado de alarma, el 14 de marzo. «A priori habíamos previsto un escenario de aumento de casos por la convivencia, el roce que lleva al conflicto, no poder salir... Pero de repente, en solo una semana bajaron las denuncias un 50% y dijimos, 'cuidado, qué pasa'», recuerda Eduardo Olaizola, comisario responsable del equipo de Procesos de Violencia de Género y Doméstica. Ese descenso de denuncias evocó las «cifras negras», las tapadas, las agresiones no denunciadas, que en los últimos años se habían conseguido visibilizar gracias a la «valentía» de las víctimas, que «ya no soportan», ya no esperan y aguantan como antaño para denunciar.
Y por eso Olaizola y el equipo de especialistas de la Ertzaintza encargado de seguir cada expediente abierto, decidió activar medidas extraordinarias para saber si el encierro estaba ocultando o no nuevos episodios violentos, sobre todo en «mujeres que vivían con sus agresores, las que más nos preocupaban». Intensificaron las llamadas telefónicas de control. De una vez al mes a una cada dos días. «Y si no contestaban, lo hacían con monosílabos o se notaba temblor en la voz, mandábamos una patrulla al domicilio». Además, se facilitó el trámite para interponer denuncias «sin que el agresor se enterara, no hacía falta que la víctima acudiera a comisaría, con una llamada en la que nos dijera que tiene miedo, nosotros interponíamos un atestado de oficio», indica recordando algún caso en Bilbao. Esa inmediatez es muy importante -añade- porque aligera «la valoración de riesgo» para activar las medidas de protección y la intervención del juzgado. «Cuando se denunciaba menos, las mujeres llegaban en una situación mucho peor, con valoraciones de riesgo más altas» entre los cuatro niveles que se aplican: básico y moderado (donde se clasifican la mayoría de casos), alto y especial, que conlleva la protección de un escolta. En este momento, 59 mujeres en Euskadi se encuentran bajo ese grado extremo de amenaza a su vida, siete en Gipuzkoa, detalla el comisario con datos del miércoles.
59mujeres en Euskadi llevan escolta por estar en riesgo máximo, siete de ellas en Gipuzkoa. Otras 343 utilizan los teléfonos Bortxa, 87 en Gipuzkoa, que sirve para que las víctimas estén localizadas
963 agresiones por violencia de género a mujeres se han denunciado desde enero a octubre en Gipuzkoa.
Durante esos tres meses de encierro, de marzo a mayo, Olaizola cree que la dificultad de movilidad pudo retraer las denuncias de las víctimas, pero apunta también a otro factor que tiene que ver con los agresores. Y es que «la imposibilidad de consumir alcohol o drogas» en la calle, «no poder hacerlo con los colegas, y crecerse tanto, ser tan 'machito'», pudo ser también un factor de contención en los casos, aunque en casa también bebieran.
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Post-confinamiento
Este parón en las denuncias desapareció en junio, cuando la ciudadanía volvió a salir con cierta normalidad a la calle. En ese mes de relajamiento excesivo que derivó en los primeros rebrotes a partir de julio, las cifras de agresiones volvieron a repuntar y dejó un verano con un incremento en Gipuzkoa del 6,6% de casos de maltrato en el ámbito familiar -tanto violencia de género como de otros miembros de la familia a mujeres-. Los ataques por parte de parejas o exparejas contra las mujeres fueron de hecho los únicos delitos que no descendieron, como sí hicieron los robos o incluso las agresiones sexuales, perpetradas muchas veces en ambientes de fiesta y de noche.
Estos «picos» de subidas y bajadas en las denuncias hacen «difícil» comparar los datos de violencia de género de estos trimestres con los del año anterior, aunque en el cómputo anual desde enero hasta octubre, la Ertzaintza constata un ligero descenso de poco más del 2% tanto en el número de agresiones -un total de 4.503 en Euskadi, un centenar menos que hace un año- como de victimizaciones, situaciones en las que una mujer sufre estos episodios violentos -4.451 en Euskadi, 1.327 en Gipuzkoa-. Olaizola califica la evolución de estabilizada, e incluso apunta que no siempre un incremento de casos es una mala noticia, sino que supone «más visibilización».
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Evolución
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Pre-confinamiento: La Ertzaintza registra hasta marzo un ligero incremento de denuncias.
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Confinamiento: La primera semana bajan un 50% las denuncias. Se refuerza el control a las víctimas.
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Desescalada: En junio repuntan las denuncias. En verano, un 6,7% más ataques.
Ese repunte en verano, cuando las denuncias volvieron a las comisarías, fueron, indica el comisario, por «hechos ocurridos en ese momento, no con anterioridad», pero sí por situaciones también donde «el vaso había desbordado». Olaizola se explica. «Cuando una mujer denuncia el último episodio violento, lleva todo el historial anterior, como en un caso de acoso de la expareja por Whatsapp. La víctima denuncia por el último mensaje recibido pero enseña todos los anteriores».
El responsable de la Ertzaintza se congratula de que las «mujeres sean valientes y que cada vez denuncien antes», porque eso «nos permite», dice, activar en «todos» los casos las medidas de protección a las víctimas. Desde las más básicas, dirigidas a «formar a las mujeres sobre medidas de autoprotección», el control policial en el entorno para vigilar rutinas de salida o entrada a casa y al trabajo, o las llamadas de teléfono periódicas, además de otras que prefiere no desvelar; hasta los sistemas de vigilancia telemática o la escolta, en casos de riesgo muy alto. «Desde 2011 ninguna mujer protegida por la Ertzaintza ha sido asesinada», certifica Olaizola como reflejo de que estos protocolos funcionan. Pero hay lagunas como la que costó la vida a Maguette en Bilbao, por «falta de comunicación» entre Policía local, forenses y Osakidetza. Y para evitar más en el futuro, «trabajamos en la herramienta EBA» para compartir un único procedimiento y mejorar la comunicación entre todos los agentes implicados en frenar este virus y atender a sus víctimas.
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«Creía que por ser mujer tenía que aguantar celos»
Rosa se considera una «superviviente». Lo dice con fuerza.Sin miedos. «He sido víctima de violencia de género. Mi pasado forma parte de mí, pero ha quedado atrás. Ahora estoy empoderada», clama, como si de su propio mantra se tratara. Tiene cicatrices, «sí», que a veces «se abren y sangran... Duelen». Pero se siente «viva». Ahora es dueña de su propio destino, pero no siempre fue así. Hace una década que tomó la decisión más importante de su vida, dejar a su maltratador, el hombre con el que llevaba casada veinte años. «Nunca me ha pegado, a mí me hacía maltrato psicológico. Como no deja marcas, no hay prueba y no puedes denunciarlo. Es imposible salir de esa pesadilla hasta que tú no te reconoces como víctima», confiesa. Ella abrió los ojos después de una vida entera junto a él. «Ya no aguantaba más. Sabía que no había amor ni había nada, solo miedo».
Su historia es la de una mujer cualquiera, que se enamora, idealiza su relación y después de varios años de novios, se casa. Hasta ahí todo normal, si no fuera por el «chantaje emocional» que sufrió «desde el primer día». Pero entonces «no lo veía. Normalizaba que por ser mujer tenía que aguantar ciertas cosas, como humillaciones o celos. Por eso, no me reconocía como víctima de violencia machista, me costó ser consciente de lo que me estaba pasando», admite liberada.
El maltrato que ella recibía era «muy sutil», pero no por eso menos cruel. Ya en el viaje de novios empezó a «chirriarle» su relación. Su por entonces marido era «muy celoso». Recién llegados al destino, «me fui a hablar con otra pareja y le dejé con las maletas. Se cabreó y me dejó de hablar tres días. Eran detalles de este tipo. Si no hacía lo que él quería en ese momento me lo hacía pagar después. Mucho silencio... Me dejaba apartada de todo, me hacía sufrir poco a poco, cada día más. Al final te sientes culpable». ¿Lo habré hecho mal?, se preguntaba Rosa constantemente. «Me manipulaba para tener un control total sobre mí, y cuando no lo conseguía se cabreaba hasta hundirme», narra con un fino hilo de voz.
Dos caras
Fueron veinte años de tormento, que no terminó cuando decidió dar el paso de separarse. «No entendía qué había pasado con él, hasta que una amiga me dijo que siempre había sido así, solo que yo me había acostumbrado a esa vida». Reconocer la realidad no es sencillo, menos aún en estas ocasiones. Además, «hablamos de personas que saben cómo comportarse.Tienen dos caras, una hacia dentro y otra hacia afuera», indica Rosa. Lo dice porque hubo familiares suyos a quienes les costó entender que ella había sufrido violencia machista durante todo este tiempo. «Era diferente con ellos, se guardaba todos los celos para mí», apunta.
La separación «fue complicadísima». La pidió ella, él no quería. Estuvieron medio año para tramitarla. Ese tiempo, quizá, fue el más difícil de toda la relación. Rosa tenía pánico por la reacción de su maltratador. «Dormía con una navaja debajo de la almohada», reconoce. «No sabía qué podía pasar. Nunca me había pegado, pero era como una fiera enjaulada. Se sentía abandonado después de mi decisión de separarnos y no sabía hasta qué punto podía tener él una reacción violenta».
Fueron semanas que se hicieron eternas. Días de no dormir. Porque, además, su exmarido supo cómo hacerle daño. «Puso a mi hijo en mi contra. Me dio donde más me duele. Sabía dónde tenía que atacar y así lo hizo», señala.Probablemente, esta sea la mayor cicatriz que le ha quedado de su pasado como víctima. Hace tiempo que es una superviviente, que se siente viva y no muerta, como tanto tiempo había creído estar. Y cuando se le pone un problema por delante, se autoayuda. «Valoro más la vida», sentencia, después de haber conocido el infierno.
«Mi hijo iba a casa de su padre y temía que no volviera»
Aunque hace más de diez años que se separó de su expareja, Ana (nombre ficticio para preservar su identidad) sigue viviendo con miedo. Durante todos estos años, con decenas de juicios por distintos motivos mediante, las amenazas y el acoso han sido una constante. A ella y a su hijo, que a día de hoy no mantiene ningún tipo de relación con su padre. Para él y para el resto de menores, «que cuando viven en un entorno de violencia de género también son víctimas», pide más apoyo y protección.
Como sucede en tantas historias de violencia machista, el maltrato no apareció desde el principio de la relación. En este caso comenzó a aflorar cuando Ana se quedó embarazada. «Se volvió agresivo, se daban situaciones violentas en las que rompía la puerta de un puñetazo o daba golpes contra las paredes». Una noche, cuando su pequeño apenas tenía un año, no pudo más y salió de casa con lo puesto, como ya había hecho otras veces, aunque esta fue para no volver. Su calvario, sin embargo, no había hecho más que empezar.
Esa noche puso la primera de muchas denuncias contra su ex. Pero su periplo con la justicia fue mucho más duro lo que esperaba. «Es tu palabra contra la suya. Llegó un punto que me acostumbré a que saliera absuelto». Entre tanto, le esperaba debajo de su casa y amenazaba con matarle. Hasta que una de esas amenazas se produjo en un punto de encuentro, donde se citaban para que viera al pequeño. Gracias al testimonio de varios testigos, consiguió la primera orden de alejamiento, aunque solo para ella. Su hijo tuvo que mantener el régimen de visitas establecido por un juez.
Un día el niño «empezó a encontrarse mal, no quería ir con su padre. Sufría ataques de ansiedad cuando estaba con él», que en un principio pensaron que podía ser asma, «pero el médico me dijo que no tenía asma, sino miedo». Su hijo le contó que en esos momentos en los que no podía respirar «su padre se sentaba frente a él y se quedaba mirando».
El menor acudió a un psiquiatra, que una vez evaluada su situación recomendó suspender de inmediato las visitas paternas. «No es lo habitual, pero el único que sabía lo que pasaba cuando estaban solos era el niño, y la fiscal y la jueza decidieron entrevistarse con él a solas. Cuando terminaron decidieron anular el régimen de visitas, algo muy difícil de conseguir. No sé qué les dijo, pero no tuvieron dudas». No obstante, en el tiempo desde que se realizó la solicitud hasta que la suspensión se hizo efectiva por sentencia, el menor tuvo que seguir viendo a su padre. «Cuando mi hijo se iba a su casa tenía miedo de que no volviera. Una vez me dijo: 'ama, ¿qué van a esperar, a que me mate?'». Ana denuncia que «no se puede consentir que los derechos de los maltratadores estén por encima de los de los niños. Un hombre maltratador nunca va a ser un buen padre».
Aunque conseguir eliminar el régimen de visitas fue un paso muy importante para ellos, el acoso siguió. Aún hoy sigue. «Hace unos años se presentó en mi trabajo y volvió a amenazarme. Desde entonces no había tenido noticias, pero hace unas semanas recibí un mensaje suyo. Para él es un juego, pero no puedo más, estoy agotada, solo quiero vivir en paz», dice Ana entre lágrimas de desesperación. Porque ese continuo acoso le hizo estar ocho años encerrada en casa, en los que solo salía para trabajar, no tenía vida social y se descuidó totalmente.
La denuncia
Ana reconoce que se siente «muy decepcionada con la justicia». Por eso cuando escucha las campañas en las que se anima a las víctimas a denunciar pide «prudencia». «Hay que denunciar, pero hay que informar a la víctima primero de lo que supone. Para empezar, porque ir a una comisaría o a un juzgado a contarlo resulta muy humillante. Y lo más importante, porque el proceso es una carrera de fondo en el que no siempre consigues lo que esperas. Muchos creen que denunciar es el fin a los problemas, pero la verdad es que sales de un agujero y entras en un túnel en el que todo se ve negro».
Considera además que la actitud de la sociedad ante la violencia machista «tiene mucho más de populismo que de implicación real». Recuerda que cuando los gritos, las amenazas y los golpes llegaron a su casa «nadie me dijo que eso no estaba bien. Te dicen que ya se pasará, que aguantes, que tienes un niño... Mi entorno no quería ni que denunciara». Tampoco cree que los gobiernos estén dando pasos certeros en la materia. «No se ha hecho tanto como se piensa. El Pacto de Estado, la Ley de Igualdad... es que me da la risa. Tengo la sensación de que no tienen ni idea. Viven en otra realidad que desde luego no es la de las víctimas».
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