Es una sensación extraña darte cuenta de que tienes la misma edad que mucha gente mayor. Cuando la esperanza de vida no alcanzaba los 70 ... nadie de 50 años se consideraba joven. Hoy, en cambio, las edades se confunden. La pubertad llega hasta los 20, los adolescentes viven con sus padres hasta los 30, los 50 no garantizan una estabilidad laboral ni familiar y el parque está repleto de cuarentones empujando columpios.
Hasta los 50, es relativamente fácil engañar al cerebro para que no se entere de la edad de tu cuerpo. A partir de ahí, cada vez es más complicado que no sospeche. En las radios llaman clásicos a tus grupos favoritos, desaparecen pelos de donde siempre habían estado y nacen, quizá sea un intento de compensarlo, en los lugares más insospechados. Una mañana, en la carnicería, el empleado nuevo duda si tratarte de tú o de usted. Y por fin, un martes tonto, tras indicar a una pareja, arrogantemente joven, dónde coger un taxi, sonríen y te replican: «Gracias, señor». Ese día te trasladan a la sección de descatalogados.
Manejar los tiempos es asunto complicado. Recuerdo, en el colegio, mis esfuerzos telepáticos para acelerar el movimiento de las agujas del reloj. Hoy intento, con el mismo éxito, que las hojas del calendario no se desprendan. No es agradable, en un grupo de gente madura, comprobar que todos son más jóvenes. Pero bueno, por muy traumático que resulte percatarte de que envejeces sigue siendo preferible a la única alternativa posible.
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