La profunda huella del dolor
Seis décadas de violencia han dejado un paisaje de escombros físicos y morales. Es un rastro que las víctimas no quieren que se olvide
Javier Guillenea
Domingo, 6 de mayo 2018, 08:46
ETA se ha disuelto. Ya no existe, pero sí. Sesenta años de dolor, miedo y sangre no se borran fácilmente, han ocurrido demasiadas cosas como para que la paz sea perfecta. Quedan, como recuerdan las víctimas, miles de familias destrozadas, un reguero de escombros que aún no han sido retirados. La huella del terrorismo ha marcado a toda una sociedad que durante décadas no ha llevado una vida normal. Unos han callado, otros han hablado, otros han jaleado, muchos han muerto y muchos otros han vivido con el peso de una ausencia a sus espaldas. Es como esas huellas que dejaron los astronautas cuando pisaron la Luna y que nunca llegarán a borrarse a no ser que algo o alguien las elimine.
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A José Luis López de Lacalle lo mataron por escribir demasiado. Coro Villamudria murió a los 17 años porque su padre era policía. A Gregorio Ordóñez le dispararon en la nuca por enfrentarse a quienes hoy piden perdón, no muy lejos del lugar donde fueron tiroteados Elena Moreno y Miguel Paredes. A Miguel Ángel Blanco sus verdugos le quitaron la vida en un camino rural de Lasarte. En Errenteria, una moto bomba destrozó a Manuel Zamarreño. «Hay que cerrar las heridas», dicen las víctimas, pero eso no significa borrarlas. «No hay que dejar que se olvide», insisten. Debe quedar la huella. Para que no haya dudas sobre lo que ocurrió.
15-4-1991. Amara (San Sebastián). Coro Villamudria (Estudiante)
«De lo que se trataba en los institutos era de callar y callar»
Frente al instituto Peñaflorida, en el barrio donostiarra de Amara, la parroquia de la Sagrada Familia acogía los funerales de los policías y guardias civiles asesinados por ETA. Allí, ante un puñado de personas, se oficiaba la ceremonia y el féretro viajaba después en un furgón rumbo al pueblo de la víctima. Su viuda y sus hijos recibían las palabras de consuelo de las autoridades, quizás alguna medalla, y partían tras el coche con el cadáver. Aquello tenía mucho de clandestino, de lacra que no convenía mostrar al resto del mundo.
Pero había espectadores. Al otro lado de la carretera, los alumnos del instituto eran testigos de una tragedia que se repetía en demasiadas ocasiones. «Tocaba por las mañanas, durante el recreo, los estudiantes solían estar mirando el funeral pero los profesores casi nunca decíamos nada de lo que sucedía allí», recuerda un docente de aquella época. «En los institutos -añade- intentábamos enseñar en clase la materia lo mejor posible, pero el resto como si nada, como si la educación no tuviera que ver con lo que pasaba en la calle».
Por eso llamó la atención lo que ocurrió el 16 de abril de 1991 en la iglesia de Amara. Ese día, alumnas del instituto Bidebieta, de Trintxerpe, y miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado, portaron conjuntamente 18 coronas de flores en el funeral de una víctima de ETA. También ese día los institutos de Peñaflorida y Usandizaga, además del de Bidebieta, cerraron sus puertas en protesta por el asesinato.
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Un día antes el policía Jesús Villamudria había bajado a primeras horas de la mañana a la calle junto a sus cuatro hijos para llevarlos al colegio en coche. Coro y Josune, gemelas de 17 años estudiaban tercero de BUP en Bidebieta; Luis, de 15, era alumno de los Maristas y Leire, de 12, estudiaba en San José. La familia vivía en un séptimo piso de la calle Eustasio Amilibia, desde donde la madre, Luisa Sánchez, se había asomado para despedir a sus hijos y a su marido.
Coro Villamudria
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Día de clase. Coro Villamudria tenía 17 años. Murió cuando se dirigía al instituto con su padre y sus hermanos.
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Bomba-lapa. Un artefacto con tres kilos de amonal estalló bajo el coche del padre de Coro, frente a la puerta de su casa.
Como todos los días, Jesús se dispuso a examinar los bajos del coche para detectar algún posible artefacto explosivo, pero esa vez no le dio tiempo. Una bomba lapa con tres kilos de amonal estalló en la parte delantera del vehículo, justo donde se hallaba Coro. La joven murió después de ingresar en un hospital y su padre y hermanos recibieron heridas de diversa consideración.
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Justificaciones
Días después, ETA aseguró en un comunicado que la culpa de todo la tenía el padre, que «se sirvió de su familia como escudo». Y por si esta justificación no bastara, la banda terrorista añadió que Coro «quería ser policía». Las reacciones no se hicieron esperar. «Siento vergüenza y ganas de llorar», dijo el lehendakari, José Antonio Ardanza. El delegado del Gobierno, José Antonio Aguiriano, que días antes había abierto la puerta a una amnistía para los presos de ETA con delitos de sangre, insistió en que nunca podría haberla para los autores del atentado. Herri Batasuna, por su parte, hizo lo habitual en esos casos: lamentó la muerte de la joven.
El atentado fue presenciado por numerosos alumnos de los institutos Peñaflorida y Usandizaga que se dirigían a clase. El paro que hicieron al día siguiente no había sido el primero en contra de un asesinato de ETA, pero no era una actitud demasiado habitual en la enseñanza vasca. En 1991 los institutos eran un polvorín que en ocasiones devoraba a sus profesores. «De lo que se trataba era de callar, callar y callar. Hubo un jefe de estudios que se enfrentó con los alumnos de Jarrai y enseguida le empezaron a llamar de noche a casa y le pusieron una diana en el portal. No pudo soportar la presión y se fue con su familia a Valladolid», recuerda una profesora de instituto ya jubilada.
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«Era durísimo», dice otra docente que vivió una época de «amenazas de bomba constantes y tensiones en el claustro. «Los de Jarrai intentaban romperlo todo, eran muy violentos», afirma otra profesora. Mikel Azurmendi, que dio clase en Peñaflorida entre 1980 y 1989, recuerda el caso de «un tipo colgadillo que tenía un puesto de periódicos cerca del instituto y lo mató ETA porque decía que vendía droga y estaba conchabado con la Policía». «Todos lo conocíamos, pero no hubo ningún a conmoción», se lamenta.
Tragedias como la de Coro Villamudria despertaron poco a poco la conciencia de que algo había que hacer en la enseñanza, pero siempre queda la duda de hasta qué punto la huella de ETA ha marcado a una generación de alumnos. «Lo tremendo es que no hacíamos nada, ha habido un vacío pedagógico, un vacío moral. No hemos educado en la dignidad de la vida», asegura Mikel Azurmendi, que no duda en hacer autocrítica sobre su papel durante aquellos años. «Yo me he culpado mucho de ello. El sentimiento entre los profesores era de consternación y de no querer entender, sabían lo que había que mirar para no ver». Hasta que vieron el féretro de Coro, una alumna de tercero de BUP.
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23-1-1995. Parte Vieja (Donostia). Gregorio Ordóñez (y Elena y Miguel)
«Somos una sociedad marcada. Vivimos con una tara»
«Hasta en los muertos hay ciudadanos de primera y segunda», declaró el teniente de alcalde de San Sebastián por el PP, Gregorio Ordóñez, tras el funeral de Miguel Paredes y Elena Moreno, asesinados por ETA en la Parte Vieja donostiarra el 6 de abril de 1990. «Fue el único cargo público que acudió», dice Tamara, una de las hijas del matrimonio.
Ella sabe hasta qué punto las palabras de Ordóñez eran ciertas. Sus padres, asesinados según ETA por estar relacionados con el tráfico de drogas, fueron durante mucho tiempo víctimas de segunda. «Era el mundo al revés, los mataron y se justificaron diciendo que eran toxicómanos, lo que no era cierto. Cuando hicieron los análisis forenses a mis padres casi todo iba por esa vía, por hacer estudios toxicológicos sin venir a cuento. La investigación se centró más en averiguar si ellos se drogaban, si eran inocentes o no, que en encontrar a sus asesinos».
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Ahora todo ha cambiado. ETA ha pedido perdón a las víctimas «sin responsabilidad alguna en el conflicto», lo que supone un ascenso para Miguel y Elena. «Ya son de primera clase porque supuestamente no tenían nada que ver con el conflicto. Es vergonzoso», se queja Tamara.
Tenía cinco años cuando a sus padres los mataron a tiros al salir de un bar en la calle San Lorenzo, no muy lejos de La Cepa, el bar donde el 23 de enero de 1995 asesinaron a Gregorio Ordóñez. El lugar en el escalafón etarra del único cargo público que acompañó a los familiares de Miguel y Elena no está muy claro. La banda terrorista no ha explicado dónde ha situado la frontera de «la responsabilidad en el conflicto».
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«Deber cívico»
El asesinato cambió por completo la vida de la entonces secretaria del grupo popular en San Sebastián, María San Gil, que en ese momento estaba comiendo junto a Ordóñez. «Teníamos el deber cívico de dar un paso aunque no sabíamos lo que nos venía, esa es la verdad». Entró así de lleno en el mundo delirante de los amenazados, de los cambios de rutina y los escoltas, de dianas con su nombre, de lugares vedados como aquella Parte Vieja por la que paseó sin problemas hasta el 23 de enero de 1995. «Se me hizo muy intenso pero estoy orgullosa de lo que hice, creo que no he defraudado la memoria de Gregorio, eso al menos me permite mirarme al espejo todas las mañanas».
Varios vacíos hermanan los lugares donde fueron asesinados Gregorio, Miguel y Elena. Junto a la entrada de La Cepa se distinguen las marcas de las dos placas colocadas en memoria de Ordóñez por el colectivo de víctimas Covite y más tarde retiradas. En la calle San Lorenzo las placas, la sombra de su ausencia, son tres. Una es más visible que las otras porque así lo quiso Tamara Paredes la tercera vez que colocó un pequeño letrero para recordar el lugar donde mataron a sus padres. «Lo pegué con bien de silicona para que les costara quitarlo. Lo hicieron, pero tuvieron que trabajar».
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Gregorio Ordóñez
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Las placas. En la Parte Vieja de Donostia se aprecia el rastro de las placas colocadas en memoria de las víctimas.
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El disparo. Un etarra mató de un tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez mientras comía en un bar de la Parte Vieja donostiarra.
Las marcas en las paredes de la Parte Vieja son un reflejo desvaído de una huella que tardará mucho en borrarse. «La huella es miles de familias destrozadas», afirma María San Gil. «Somos una sociedad marcada, vivimos con una tara y eso no puede manifestarse en una incapacidad de explicar lo que ha pasado, porque aquí no ha habido un conflicto sino terroristas».
La expresidenta del PP vasco trata de contenerse, ha accedido a hablar sin entrar en cuestiones políticas, pero cuando lo hace no puede evitar ir más allá de sus deseos. «No puedo hablar solo de sentimientos personales, ahora todo el mundo parece encantado pero que cada uno se ponga en la piel de la víctima que ve el homenaje a un etarra cuando vuelve a su pueblo. Tenemos una deuda pendiente».
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María San Gil ha podido regresar a la Parte Vieja, aunque no es libre de hacerlo siempre que desee. «Voy por allí según a qué horas. Por ejemplo, no puedo ir a la plaza de la Constitución la víspera de San Sebastián». Hacerlo sería para ella una temeridad y, para otros, una provocación intolerable. Aunque ETA se haya disuelto, su existencia durante tantos años ha creado odios que tardarán mucho en desaparecer.
«Nunca me he vuelto a poner de espaldas a una puerta. Yo no he educado a mis hijos como una madre normal, mi vida no ha sido natural y, como yo, cientos de personas. Es una huella que sufre todo el entorno, un círculo concéntrico», dice María San Gil. Tamara Paredes sabe muy bien qué significan estas palabras. Tenía cinco años cuando mataron a sus padres y apenas guarda recuerdos de aquellos días. Pero su hermana, que tenía siete, sí ocultó el dolor en su memoria. «Desde entonces tartamudea; vive lejos de San Sebastián y no viene aquí casi nunca. No quiere saber nada, en ella la huella está en carne viva».
25-6-1998. Errenteria. Manuel Zamarreño (Concejal)
«Tenemos que mantener vivo lo que ocurrió»
A las once de la mañana del 25 de junio de 1998 el tiempo se detuvo en un local de la calle Sorgintxulo, en Errenteria, y así permanece desde entonces. Allí, junto al portal 7, a unos doscientos metros del bloque de viviendas donde residía, estalló la moto bomba que segó la vida del concejal del PP Manuel Zamarreño, el sexto edil popular asesinado por ETA en un año. Había salido a comprar pan y ya no regresó a casa. Su escolta, que caminaba varios pasos por detrás, resultó herido.
La moto estaba apoyada en un local que hasta hacía poco había sido una carnicería y en esa época se hallaba vacío. La explosión rompió los cristales del viejo negocio y reventó su techo, lo dejó todo hecho un desastre. El propietario ocultó en un primer momento los destrozos con tablones hasta que los vecinos del edificio le obligaron a poner una cristalera nueva para que no se colaran las ratas entre las maderas. Es lo único que ha variado en veinte años, el escaparate.
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Desde el otro lado de la calle, los alumnos veían los funerales de las víctimas en el recreo
Una vieja cortina oculta el interior, aunque algo puede atisbarse por entre los pliegues de la tela. El suelo del local está repleto de las placas de yeso que cayeron del techo aquella mañana que vio morir a Zamarreño. Nada ha cambiado desde entonces, nadie ha hecho reparaciones ni ha recogido los escombros, es la cápsula de un tiempo que parece haber pasado a la historia pero sigue vivo a modo de advertencia. «Lo taparon como si no hubiera sucedido nada pero lo abres y está como quedó, todo reventado por dentro», dice un vecino del portal.
Otros no responden nada aunque por distintos motivos. «Me mudé aquí en agosto, no lo sabía», contesta una mujer que sale del portal. «Ni idea», asegura un hombre que se aleja con prisa. «¿Un asesinato?, ¿con una bomba? No me digas eso, qué miedo», dice una vecina de acento sudamericano. «Sí, yo vivía aquí en 1998, pero no me acuerdo de nada», contesta otro vecino sin detenerse.
Manuel Zamarreño
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La lista. Manuel Zamarreño sustituyó en el Ayuntamiento de Errenteria a José Luis Caso, asesinado por ETA.
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La esquina. Una bomba oculta en una moto mató al concejal del PP cuando volvía a casa después de comprar pan.
Eso que no recuerda es la imagen de Manuel Zamarreño, su cadáver semidesnudo entre los cristales de ventanas rotas y la barra de pan que acababa de comprar, como todos los días, en la misma panadería. El concejal, que había sustituido hacía 34 días a José Luis Caso, también asesinado por ETA, se resistía a abandonar su rutina de siempre pese a saberse amenazado.
«Quería hacer su vida», dice su hija Naiara, que ha escuchado demasiadas veces lo que aún hoy repiten algunos vecinos del barrio. «Era una muerte anunciada», «hay quien decía que se lo estaba buscando», sostienen algunos en la calle donde mataron al concejal. Son palabras que hoy, como entonces, suenan extrañas porque parecen dar a entender que fue Zamarreño quien se buscó la tragedia y no los etarras que lo mataron. Como si ellos se hubieran visto obligados a hacerlo no por su propio deseo sino por una fuerza externa, la de un hombre que siempre compraba el pan en la misma tienda porque se negaba a dejar que el miedo cambiara su vida.
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«Te vas a quedar solo»
«Le decíamos por qué se había metido en eso, que no había necesidad de correr esos riesgos», recuerda Naiara. Pero él los asumió con plena conciencia de lo que podía ocurrirle. «A nuestro perro le decía 'qué pronto te vas a quedar solo'», explica su hija. La suya no era precisamente una actitud mayoritaria en unos tiempos en los que, como dice un vecino del barrio, «lo más fácil era ver, oír y callar porque el tabú lo envolvía todo». No era sencillo colocarse una diana en la espalda, pero algunos lo hicieron y hubo quien lo pagó con su vida. «Él luchaba contra ETA. Al final no sirvió para nada, pero por sacar un poco el lado bueno, quiero pensar que todas aquellas muertes han tenido como consecuencia la derrota de los terroristas», afirma Naiara.
Tantos años de sangre solo han servido «para destrozar a miles de familias», insiste la hija del concejal asesinado. Ese es uno de los mensajes que transmitirá a sus dos hijos, de 3 y 6 años, cuando sean mayores: la inutilidad de décadas de sufrimiento. «Les voy a contar lo que pasó para que no caiga en el olvido, tenemos que mantener vivo lo que ocurrió, no para reprochárselo a nadie, sino para que se sepa. A los chavales de catorce años les hablas de ETA y no saben quiénes son, pero tienen que conocer lo que ha pasado, no hay que dejar que se olvide».
Naiara aún desconoce quién mató a su padre, no sabe a quién tiene que perdonar en caso de que decida hacerlo. Para que llegue ese momento alguien tiene que pedir perdón y eso aún no ha ocurrido. No es el odio el que impide que se cierren sus heridas, sino los escombros que se acumularon en su interior a las once de la mañana del 25 de junio de 1998. Ese día el tiempo se detuvo en un local y así permanece desde entonces como el símbolo de un País Vasco con una nueva cristalera que oculta un territorio devastado. «Espero que no ocurra como con el escaparate. Ahora ETA se pondrá sus medallitas y dirá que aquí no ha pasado nada, pero eso no lo podemos permitir. Las heridas se tienen que cerrar bien», dice Naiara.
13-7-1997. Ermua. Miguel Ángel Blanco (Concejal)
«La gente se plantó y perdió el miedo a ETA y a su entorno»
'Herriak ez du barkatuko', se gritaba hace años en las manifestaciones de protesta por la muerte de algún miembro de ETA. El pueblo no perdonará, repetían los manifestantes y proclamaban entre dianas las pintadas en las paredes. No habría piedad, decían, y llegaría el día de demostrarlo. Ese día ha llegado, aunque no de la manera anunciada. Los que no ofrecían perdón ahora lo piden aunque sea con matices y son los otros, los odiados, quienes deben mostrar clemencia. «Todo empezó en Ermua», dice un vecino del municipio.
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En julio de 1997, el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en la localidad vizcaína, provocó una reacción popular nunca vista hasta entonces en el País Vasco. El atentado abrió una grieta de la que manó a borbotones un torrente de rabia que se desbordó y tomó las calles, hasta ese momento en poder de las organizaciones del entorno de ETA. El epicentro de aquel terremoto fue Ermua, donde nació un espíritu que ha quedado como ejemplo de reacción social ante la violencia terrorista pero que estuvo a punto de acabar en desastre.
«Faltó muy poco para que saltara la chispa», recuerda Serafín en el bar del hogar del jubilado. «Después de que mataran a Miguel Ángel salimos todos llenos de rabia y cuando los de Herri Batasuna se pusieron enfrente y riéndose tuvimos el deseo de ir a por ellos a pegarles, solo faltó que alguien hubiera gritado algo o hubiera hecho un mal gesto».
Sí se produjeron incidentes aunque menos graves de lo que llegó a temerse. «Demasiado poco hubo», asegura José, que también salió a la calle hace veinte años. La multitud asedió locales abertzales y prendió fuego a la herriko taberna de Ermua con gritos de 'HB, lo tienes que pagar', aunque la rabia pudo ser encauzada por gestos como el del alcalde de Ermua, el socialista Carlos Totorika, que apagó las llamas con un extintor. «Una masa de gente con ganas de pelea se manifestó hasta Eibar, nosotros tuvimos conciencia del peligro que había y teníamos muy claro que aquello no podía ir a más», afirma.
Miguel Ángel Blanco
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El espíritu. Los vecinos de Ermua tomaron las calles para impedir la muerte de su concejal Miguel Ángel Blanco.
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El asesinato. La reacción del pueblo no impidió que ETA matara al edil del Partido Popular después de secuestrarlo.
Por primera vez, quienes gritaban que no habría perdón eran los del otro bando, los que hasta ese momento habían sufrido en silencio la violencia terrorista. «Hubo un antes y un después, la gente se plantó, salió a la calle y perdió el miedo no solo a ETA sino también a su entorno», explica Serafín. Esa fue una de las caras del cambio que se había operado. La otra fue que «los de Batasuna vieron que la gente no estaba con ellos y tuvieron miedo».
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«Una de las claves de ETA era el miedo con el que te paralizaba, pero muchas personas lo perdieron», confirma Carlos Totorika. «A partir de entonces -añade- en Ermua se ha dicho lo que se tenía que decir. Cada asesinato ha sido respondido con movilizaciones mayores que en otros lugares; la respuesta ha sido constante, abierta y clara». Sin embargo, aún queda algo. «El miedo nunca se ha superado del todo porque el poso que ha dejado ETA ha sido importantísimo», afirma Totorika. «Sigue flotando en el ambiente un aire de mafia» que, según el alcalde, se percibe «en los constantes homenajes a presos».
«Según ETA, mis padres ya son víctimas de primera clase. Es vergonzoso»
De aquellas horas trágicas y de aquella reacción popular surgió el espíritu de Ermua, la rebelión de una sociedad harta de la violencia terrorista que exigía a los representantes políticos que se unieran para luchar contra ETA. Nunca se había visto nada parecido, pero todo tiene su fin. «Tuvo un impacto notable y supuso un gran salto para las libertades, pero ahora esa palabra me produce agotamiento. En Ermua la gente se siente orgullosa de lo que hizo, aunque también ve que es algo muy manido», señala Totorika.
«Lo que tenía que durar»
El espíritu tuvo su momento para ir apagándose después. «Se empezó a usar de forma partidaria y saltó por los aires. Unos nos empezaron a llamar traidores y llegó la división», explica el alcalde socialista, que se queda con «lo relevante de la respuesta de Ermua: se superó el miedo y quedó la esperanza».
«Duró lo que tenía que durar», asegura Eliseo junto al hogar del jubilado. La rabia «se fue apaciguando» y su lugar lo ocupó el recuerdo. A Miguel Ángel Blanco se le rinde un homenaje todos los años en el vestíbulo del ayuntamiento, donde en 2010 se instaló un busto del concejal. «Si vas afuera y dices que eres de Ermua te responden 'donde mataron a aquel chaval'», dice Javier, de 42 años, que admite que aquellos días caóticos se escondió «un poco» porque «había muchos que solo querían salir en la televisión para decir que eran amigos íntimos de Miguel Ángel». El boicot a los comercios abertzales fue un fogonazo que pronto se apagó, como casi todo lo demás. «Queda el recuerdo», dicen los ermuatarras, pero ellos saben que aquello también les marcó, que hubo un antes y un después. Comprobaron que el miedo se puede superar y eso es algo que nunca se olvida.
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7-5-2000. Andoain. J. Luis López de Lacalle (Periodista)
«¿A quién le estorbaba? ¿Era por todo lo que hablaba?»
Poco antes de morir, José Luis leyó en el periódico una noticia excelente sin saber que un día después su nombre acapararía todas las portadas de la prensa. El periodista y veterano luchador antifranquista se desayunó con la información de que el IRA había anunciado su intención de comenzar el desarme. Era una buena nueva que él no llegó a ver cumplida. A López de Lacalle lo mataron el 7 de mayo de 2000. Han pasado 18 años y, como entonces, las fechas que rodean la de su asesinato vienen mezcladas con otras informaciones relevantes. La disolución de ETA ya es oficial. El anuncio ha llegado pocos días antes del aniversario de la muerte de José Luis.
Una ikurriña ajada por los elementos ondea en su mástil en una rotonda próxima a la estación de Renfe del centro de Andoain. Junto a ella, en una farola, el viento agita una estelada mucho más nueva, más vigorosa; por ella aún no ha pasado el tiempo. En una esquina de Kaleberria dos jóvenes pegan con cinta adhesiva dos carteles de LAB. Algo más arriba, frente a la iglesia de San Martín, un grupo de personas se concentra para protestar contra la sentencia de 'La Manada'. A su lado, en el balcón del Ayuntamiento, lucen más que discretas, como paraguas cerrados, tres banderas: la ikurriña, la de España y la de la Unión Europea.
«En Ermua quisimos pegarles. Faltó poco para que saltara la chispa»
Son los Santacruces. Las barracas de las ferias ya han tomado posesión del aparcamiento del paseo Txistoki. Una de las atracciones se llama Astérix, el pequeño guerrero de una aldea poblada por irreductibles galos. Desde allí se ve el lugar donde José Ignacio Guridi Lasa mató a José Luis López de Lacalle. Le disparó cuatro tiros cuando su víctima se disponía a abrir el portal de su casa.
J. Luis López de Lacalle
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Las noticias. José Luis López de Lacalle se desayunó el día de su muerte con la noticia del desarme del IRA.
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Calibre 38. Recibió cuatro tiros cuando entraba en el portal de su casa Junto a su cuerpo quedó un paraguas y periódicos.
La fotografía de aquel asesinato se convirtió en un símbolo. En el suelo, junto al cadáver cubierto por una sábana, aparece abierto el paraguas granate de José Luis. También hay una bolsa de plástico. Está llena de los periódicos que acababa de comprar, porque los compraba casi todos. Su arma era la palabra. La del etarra que lo mató fue un revólver del calibre 38.
Hace 18 años, un domingo lluvioso, López de Lacalle salió de casa como hacía casi siempre para hacerse con su provisión diaria de noticias. Eran las nueve de la mañana y en la iglesia de San Martín se ultimaban los preparativos para recibir a los niños que ese día harían su Primera Comunión y vivirían una jornada inolvidable. Faltaba poco para que las calles se llenaran de policías.
Café y cruasán
El hombre que se encaminó hacia la librería Stop era sobradamente conocido en Andoain. Durante el franquismo había sido condenado a cinco años de cárcel por militar en el Partido Comunista y ya con la democracia se acercó al PSE-EE. Tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco se involucró en la creación del Foro Ermua. Estaba amenazado de muerte, pero él nunca calló.
«¿A quién le estorbaba?, ¿era porque todo lo hablaba»?, se pregunta la propietaria de la librería Stop, que atendió a José Luis aquella mañana. «No era un cliente sino un amigo, yo le conocía desde antes de que le metieran en la cárcel, cuando era del PC». Ese día no pudo charlar mucho con él porque había más clientes. Recuerda que se llevó ocho periódicos y que luego, cuando le dijeron que le habían matado, bajó la persiana. «Sentí todo, sentí rabia, no quería ver a nadie», dice
Con su paraguas abierto y su prensa bajo el brazo, José Luis salió de la librería y se encaminó hacia el bar Elizondo, en la plaza del Ayuntamiento. Tras él dejó el bar Daytona, donde tres años después entraría a desayunar su amigo Joseba Pagazaurtundua.
Junto al lugar donde mataron a Zamarreño las ruinas de un local recuerdan lo que pasó
«José Luis venía casi todos los domingos, solía llegar con muchos periódicos y tomaba un café con leche y un cruasán». Ese día le sirvió un tocayo suyo, otro José Luis, que estaba atendiendo a los clientes en el Elizondo. «Se apoyó en la barra, de pie y de espaldas a la puerta, y empezó a leer la prensa», recuerda. No habló mucho con él, aunque no era difícil hacerlo porque «si le decías una palabra te seguía la conversación, no le hacía falta nada más».
Ese domingo no tocaba hablar, era el momento de disfrutar de la excelente noticia sobre el IRA que destacaban todos los titulares. El camarero entró en la cocina y López de Lacalle apuró su consumición antes de regresar. Pasó junto al lugar donde años después una escultura recordaría a Pagaza, bajó por Nagusia kalea hasta la calle Ondarreta y se acercó al portal de su casa, donde aguardaba su asesino. «Enseguida me llamaron para decirme que lo habían matado pero yo no me lo creí. Mi reacción fue pensar que era imposible porque acababa de ponerle un cortado y seguía en el bar, pero cuando salí a mirar vi que ya se había ido», explica el camarero.
Un monolito y un parque con su nombre rinden hoy homenaje a López de Lacalle cerca de la librería Stop y el local contiguo, el Daytona. Allí entró el 8 de febrero de 2003, poco antes de las diez de la mañana, el jefe de la Policía local de Andoain, Joseba Pagazaurtundua. Como su amigo José Luis, él también compraba el periódico en la librería antes de desayunar. «Escuché un ruido fuerte y enseguida apareció corriendo la camarera para decirme que fuera con ella. Cuando entré en el bar vi que habían disparado a Joseba. Me miró y me hizo un gesto con la mano, eso es algo que se te queda grabado para siempre», afirma la mujer.
Estos días los periódicos vienen repletos de informaciones sobre la disolución de ETA pero López de Lacalle no estará para llevárselos en una bolsa de plástico y echarles un vistazo ante un café. Al periodista lo mataron en la puerta de casa un día de comuniones, una jornada feliz de felices niños libres de culpa y de pecado. Ahora los asesinos le piden perdón, como si todo hubiera sido un mal sueño. «Todo para nada», dice la dueña de la librería.
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