El mercado mató a la estrella liberal
La sociedad exige que los políticos sean mejores que sus electores y a la vez, cree que se merece algo mejor que lo que ha votado. Cuando estas dos líneas se cruzan aparece el populismo
Sobre sus políticos, las clases medias modernas presentan dos exigencias: que sean mejores que la sociedad que los alumbra y la inamovible certeza de que ... no están a la altura de la población que los elige. Es el famoso «no nos representan». Y cuando estas dos supersticiones –tesis y antítesis– se cruzan, emergen con fuerza los movimientos ultras y populistas –la síntesis–. El 'trumpismo' es el ejemplo más descarnado de todo esto, pero es evidente que hay otros
Por un lado, se exige a los cargos públicos que mantengan un comportamiento cero racista, cero xenófobo, cero machista e intachable con sus compañeros, de una honradez a prueba de bomba, leal hasta la inmolación y austero hasta el cartujismo en el uso de los fondos públicos. Por otro lado, el concepto que cada individuo de los que conforman la sociedad tiene de sí mismo es el de alguien que paga todos los impuestos que le corresponde, que no defrauda, que no trafica con trabajos sin factura, ni contrata en 'negro', que trata por igual a hombres y mujeres, y que acoge con los brazos abiertos a los inmigrantes, esos sí, «siempre que vengan a trabajar». La discriminación por razones de género –lacerante a la luz de los datos– o la economía sumergida, cifrada en miles de millones de euros, simplemente no existen en esta autocomplaciente visión del mundo. Todo el mundo tiende a percibirse inmaculado a sí mismo y a percibir putrefacción en el resto. El sentimiento de «vergüenza» ha desaparecido de la conversación pública, pero a cambio, se ha disparado hasta cotizar en máximos históricos el de «vergüenza ajena». Los demás nos abochornan y a la vez, nosotros abochornamos a los demás. En cuanto a cada cual, la autopercepción es la de alguien ejemplar. Hay gente que considera que no se merece a estos políticos, no sólo a los que no ha votado, sino tampoco a los que ha elegido. Ahí se sitúa la frontera del abismo populista.
La implosión a la vista de todos de un partido político se puede vestir con los ropajes ideológicos que se quiera, pero en el fondo es el resultado de las leyes del mercado que operan sobre cualquier empresa. En este caso, quien consigue votos y gana las elecciones que permiten repartir ingresos y prebendas ha pulverizado a quien las pierde. La situación inversa sería insostenible. A Casado le ha pasado en el PP lo mismo que a Rivera, no en Ciudadanos, sino en el despacho de abogados que le había contratado. Su cargo no se correspondía con su rendimiento.
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