Como la historia del Ave Fénix, aquel pájaro mitológico que habiendo perecido en llamas se revolvía en sus propias cenizas para resucitar de nuevo, este ... mes de julio anual viste de maillots las carreteras francesas, menea las turbas ciudadanas en el pastizal de la afición y la costumbre y nos ofrece, una vez más y hasta el infinito, esa carrera ciclista llamada 'Tour de France'. Que pudiera decirse que lleva trazas de ser eterna como así lo fue en todos los meses de julio excepto en los tan conflictivos que la guerra se enseñoreó de su geografía entera o bien alguna pandemia como la presente que ha jugado su partida asesina con grave peligro para toda la humanidad.
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Punto y seguido pues para este armatoste deportivo y costumbrista en torno a ese estrafalario y peregrino artefacto vehícular que es la bicicleta, como recuerdo que así lo llamaba yo en no sé qué tiempos de mi pasado en un artículo titulado 'Elegía al Tour' que, al traerlo a colación nuevamente, me doy cuenta de que he caído en las honduras del autocanibalismo, una especie de retroalimentación con mis propias deyecciones u hondarras de mi pasado, como si, aburrido de mí hoy, buscara patinar hacia el pasado plagiándome a mí mismo.
Y es que, a lo largo de mi vida escritural, y acaso como una especie de homenaje personal a aquella pequeña bicicleta –una 'Unic' francesa que me regalaron a mis cinco años de vida– he dejado escritas muchas escrituras en las que hablaba (también sobre bicicletas y ciclismo) que no sé dónde ni cuando escribí ni dónde se hallan (supongo que estarán mas o menos plácidamente dormidas en las hemerotecas) como muchas referencias que a mi recuerdo me acuden como aves de nombres tan resonados y tan notorios de los años 36 del pasado siglo como los de Luigi Barral, Frans Bonduel, Silvère Maes, Antonin Magne y no digamos, algo más tarde, los de los Bartali, Coppi, Anquetil, Merks... junto con los hispanos Bahamontes, Ocaña, etc., que me acuerdo, muy especialmente, gracias a la excepcional memoria que siempre me ha acompañado. Que en uno de esos artículos mencionaba la excepcional luz de esta carrera superior del Tour, muy superior sin duda a otras luces de otras carreras de parecido gramaje en sus líneas generales que no en las muy particulares suyas comparada, una luz en cuya iluminación igual es que gozaba del favoritismo juliano, pero que a la que me refería entonces era a la que nos descubrió Ramón Perez de Ayala en su 'Luz de Domingo' (la historia de un dramático lance de abuso sexual en ese día semanal cabe orilla de río), así como también aquella otra luz de carismas espirituales con rasgos tan costumbristas juntas que Gabriel Miró (la sutilidad suprema de la prosa de la literatura española) nos contó en un episodio del Corpus que nos parpadeará siempre entre nuestras neuronas.
Un recuerdo pues, de muy dilatada efusión la recorrida con muy especial temblor de pluma (o vale igualmente del tecleo del ordenador) sobre ese adminículo con ruedas que, en esta mi edad yerma, el balanceo de mis piernas tratando de conservar mi centro de gravedad en sus debidos límites, el bolo de la calavera renqueando en el giro de torsión de los huesecillos de la nuca, el paso obligado por el camino rojo que va a la ermita del desengaño personal, todo ante los monstruos que nos podrán hundir sajantes con el guidón o manillar como asta perforante más allá aún que la de la torería apabullante y viéndonos en la parecida indigencia defensora de la pasión del pez que ha sido enganchado al anzuelo y mueve su cola en sus últimos espasos.
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Es decir, su muerte en suma en toda su curvante agonía que lo veo como enemigo público y, sin embargo, he ahí la realidad de ese monstruo rotundo de las carreteras que asoma dentro de la carrera del Tour a la que sería obligado a colocarlo en sus grandiosos fastos comparables a otros eventos cuasi de invencible comparación, digamos como hazañas mitológicas o fantasmas de grandes empeños humanos como pudieron ser y lo fueron las grandes conquistas de las que la Gran Historia habla que, igual para entender esa persistencia en la memoria de las gentes y la del sudor y la brea en las carreteras, el ánimo y los entusiasmos de las gentes que festejan a sus admirados corredores, igual habría que ponerse a leer, diríase que en las mismísimas guedejas de la caravana que fuera como precedente o escobeo final de esa gran manifestación deportiva esos grandes libros que no pudieran faltar en el espejeo de las grandes crónicas de la Humanidad, séanse, por conocido ejemplo de todos, la Biblia, el Corán, las Analectas, introdúzcase de contrabando, si se quiere, algún que otro ejemplar de las Novelas Deportivas de aquel increíble escritor que fue un tal José Mallorquí y bien amartillado con tales armas, la exigencia que falta sería colocarse en las cimas de más altura de esa recorrido insuperable y aplaudir con ganas a los componentes de aquella vieja 'serpiente de color' que, julio tras julio, va amenizando, sudor, hervor, ambición y hasta sangre, diariamente kilómetros de larguísimas carreteras.
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