'Patria' y la batalla por el relato
El debate social y político surgido en torno a la novela y a la serie 'Patria' demuestra en qué medida entrelazar un relato justo, veraz ... y plural acerca de lo que ocurrió en nuestro terrible pasado de plomo y violencia no está resultando nada fácil. Nos deslizamos con frecuencia por la pendiente del fácil maniqueísmo, del recurso dialéctico pleno de retórica mediante la apelación a una supuesta (y demonizada) equidistancia y fomentamos en realidad la pereza del pensamiento crítico.
Tenemos un importantísimo reto, del que depende en buena medida el futuro de nuevas generaciones en Euskadi: podernos mirar a la cara sin odio ni rencor, ser capaces, con mayor o menor empatía, de hacer realidad el sueño de una convivencia social y personal normalizada. La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar este objetivo pasa por reconocer que amenazar, chantajear, amedrentar y atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente, inadmisible, insoportable e injustificable. El conflicto de identidades y el de la violencia son dos cosas distintas; el terrorismo nunca representó una consecuencia natural de un conflicto político, sino su perversión. Aún hoy queda mucho por hacer en el plano del reconocimiento de las víctimas, de la elaboración pública de la memoria y de la reconstrucción de la convivencia. Las víctimas son una referencia fundamental en una sociedad justa no por la ideología que profesaron sino por la injusticia que sufrieron y que merece ser reconocida y reparada en lo posible.
En los momentos de resolución de un conflicto hay otra forma de desprecio que se cierne sobre las víctimas. Entenderlo es fundamental para comprender por qué las víctimas suelen sentirse entonces nuevamente amenazadas y cómo disipar ese temor. Podríamos llamarlo «la amenaza de la simetría» que algunos pretendan establecer entre ellas y sus agresores. Una guerra o un conflicto entre comunidades puede acabar así, pero en Euskadi no ha habido ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera la práctica de la tortura o los infames episodios de violencia de Estado pueden justificar un esquema de simetría, de tal manera que la culpabilidad estuviera repartida a partes iguales. La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta a otra violencia anterior. Uno de los puntos controvertidos en todo proceso de pacificación es el que se refiere al modo de entender la reconciliación, qué reparación corresponde al daño causado por la violencia en el tejido social. La memoria no puede ser neutra porque la reconciliación no es un pacto entre agresores y agredidos para encontrarse en una especie de punto medio entre violencia y democracia.
La reconciliación supone reposición de unas relaciones de reconocimiento recíproco, pero esta obligación de reconocer a los adversarios, aunque se dirija a todos por igual, no plantea las mismas exigencias a quienes han ejercido la violencia y a quienes no lo hicieron. Aquí tampoco puede aceptarse la simetría. Todos tenemos la misma obligación pero no todos tenemos que hacer el mismo recorrido. De lo que se trata es de recuperar para la convivencia democrática a quien no fue capaz entonces de entender que la violencia carecía de justificación, pero no de ofrecerles ahora una legitimación inmerecida. En una democracia la escritura de la historia (el 'relato') sólo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada crítica de diversas memorias paralelas que discuten. No corresponde al legislador fijar de forma autoritaria una regla para la interpretación del pasado. Nuestra lectura de la historia es un trabajo nunca acabado y problemático. El deber de la memoria ha de acompañarse de una aceptación de la complejidad histórica.
Ahora bien, el relato oficial, público y, sobre todo, los principios sobre los que se asiente nuestro marco político y sus procedimientos de modificación no pueden legitimar el recurso a la violencia. El relato justo del pasado, por difícil que sea, nunca es un punto medio entre víctimas y verdugos. No se trata de imponer una «verdad oficial» sino de establecer que la discusión acerca de nuestro pasado se lleve a cabo en el marco de los principios democráticos, de respeto, pluralidad, ilegitimidad de la violencia y reconocimiento de las víctimas.
En un campo tan minado ideológicamente como el del análisis de la pacificación y normalización, en un terreno tan abonado al maniqueísmo simplista de los buenos y los malos hay que dejar de lado la neutralidad. Hay que tomar partido e inclinarse, en relación al ámbito de la paz y la convivencia, a favor de la causa de las víctimas; se puede no ser neutral y a la vez ser y juzgar de forma imparcial, con el fin de examinar las circunstancias que han concurrido en otros inadmisibles ataques y vulneraciones de libertades y derechos civiles y políticos que son igualmente susceptibles de crítica, y poder así dar o quitar razones a unos y otros.
No se trata de alcanzar el consenso desde una aparente equidistancia, sino hablar alto y claro: diferir el compromiso, el reto de la convivencia a otra generación supondría declinar nuestra responsabilidad como ciudadanos, un mandato ético que nos interpela a todos.
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