
El barrio que olvidó el sabor
Natalia Medina
Gerente de The Hole pub
Lunes, 28 de abril 2025, 00:01
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Natalia Medina
Gerente de The Hole pub
Lunes, 28 de abril 2025, 00:01
Donostia fue durante décadas una ciudad que supo celebrarse. Desde el primer pote hasta el último tambor, todo parecía diseñado para compartir. Para llenar las ... calles, los bares, los estómagos y las almas. Pero en algún punto del camino, confundimos el ruido con el problema, la fiesta con la amenaza, y nos propusimos domesticar lo que hacía única a nuestra ciudad. Donostia no sería Donostia sin el poteo, sin esas conversaciones que arrancaban con un zurito y acababan frente a una barra improvisada. Sin los bares donde se cantaban canciones antes, sin las cocinas que alimentaban no solo el cuerpo, sino el alma del barrio. Todo empezó con buenas intenciones. «Recuperar el barrio para los vecinos» era un lema noble. Nadie quería una Parte Vieja convertida en parque temático. Pero en esa cruzada por el silencio, se nos fue la mano. Se olvidó que los bares eran algo más que negocios: eran nodos sociales, lugares de encuentro.
Y ahora, en 2050, el resultado de aquellas decisiones es evidente. Un centro histórico con la piel intacta, pero sin latido. Una belleza silenciosa que ya no emociona Las calles de la Parte Vieja de Donostia ya no huelen a caldo de marisco ni a txuleta a la brasa. Hace treinta años, cuando se hablaba de «recuperar el barrio para los vecinos», pocos imaginaron lo que significaba. Se limitaron licencias, se subieron impuestos, se persiguió a los bares ruidosos y los hosteleros fueron cerrando las persianas. Los turistas, sin su ruta de pintxos y txakoli, buscaron otros destinos. Y así la ciudad perdió perdió su alma.
Los pequeños comercios, que vivían del trasiego de la hostelería, fueron cayendo uno tras otro. El ultramarinos de la esquina cerró porque ya nadie compraba ibéricos para llevarse de picnic. La tienda de ropa artesanal murió de inanición cuando dejaron de pasar clientes por su escaparate. Las pocas viviendas que quedaron habitadas se llenaron de jubilados y nostálgicos que recordaban los días en que aquí se vivía y no solo se dormía. Los jóvenes se marcharon a otros barrios, donde al menos podían tomarse un café sin que les miraran mal. Las sociedades gastronómicas, que durante siglos fueron el corazón de la ciudad, empezaron a vaciarse. Ya no había cuadrillas que se formaran poteando, ni encuentros espontáneos que acabaran en cena. Sin esos rituales, sin la chispa del bar que encendía la conversación, dejaron de llenarse y fueron cerrándose, una tras otra. Hasta la Tamborrada perdió fuelle: sin bares para calentar motores, la fiesta se convirtió en un desfile triste, como una marcha fúnebre en honor a lo que una vez fue. Pero cuando miraron alrededor, se dieron cuenta de que ya no quedaba nadie con quien compartirla.
Ahora, en 2050, algunos empiezan a preguntarse si valió la pena. Pero la pregunta llega tarde. Donostia sigue siendo hermosa, sí. Pero sin su hostelería, sin sus bares y su bullicio, es solo una postal vacía. Un escaparate sin tienda. Un plato sin comida. Y nadie viaja para ver un plato vacío. Se podría haber hecho de otra manera. Haber apostado por una hostelería de calidad y comprometida con el entorno. Se podían haber incentivado los negocios familiares, limitado los excesos sin matar el alma. Pero la solución fue cortar por lo sano, sin comprender que los bares no eran el problema: eran el síntoma de una ciudad viva.
Las normas siguieron multiplicándose. Y hubo quienes convirtieron su defensa en cruzada personal. Una minoría intransigente acosó a negocios que eran parte esencial del barrio hasta arrinconarlos. Más atentos al decibelio que a la historia, comenzaron a denunciar a los negocios que daban vida al barrio. Convirtieron los reglamentos en trincheras. Olvidaron que las normas urbanas no solo deben cuidar los edificios: deben proteger también a quienes los llenan de sentido. Y si se empuja fuera de la ciudad a quienes hacen posible esa transmisión, su lugar lo ocuparán franquicias sin alma. Y el centro de Donostia dejará de ser único. Será bonito, pero como cualquier otro.
Hoy, quienes vivieron aquella Parte Vieja rebosante de vida, apenas la reconocen. Y quienes han crecido con esta nueva versión silenciosa y aséptica, jamás conocerán lo que fue perderse en una ronda de pintxos, emocionarse en una kalejira, brindar con desconocidos bajo la lluvia. Pero aún estamos a tiempo. A tiempo de recordar que la cultura no se conserva en vitrinas, sino en esquinas. A tiempo de devolver a las calles lo que nunca debimos quitarles: la alegría espontánea, el derecho a celebrar.
Porque una ciudad se define por su capacidad de generar recuerdos. Y los recuerdos no nacen en el silencio, sino en el bullicio. Donostia no debe ser una ciudad que se mira al espejo. También que se escucha, que se saborea... Y quizás, también estemos a tiempo de que algunos entiendan que no se defiende un barrio arruinando a quienes lo hacen vibrar. Que denunciar con saña a quien trabaja detrás de una barra, persiguiendo licencias como si fueran delitos, no es civismo: es otra forma de desalojo.
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