El oficio de vivir

Mortales inmortales

El empresario italiano Angelo Rizzoli agonizó entre lamentos: «¡Pero yo no puedo morir! ¡Soy el hombre más rico de Europa!»

Domingo, 14 de septiembre 2025, 00:03

No había gobernante más poderoso que Qin Shi Huang, primer emperador chino. 'Señor de todas las Tierras' o 'Hijo del Cielo' eran algunos de los ... apelativos divinizadores que recibía. Su pueblo lo vitoreaba con deseos de «¡que viva y gobierne por diez mil años!», pero esto le parecía poco al considerarse merecedor de la inmortalidad. Para su consecución, ordenó que por todos los rincones de China se buscara el elixir de la vida eterna. Y envió a un alquimista y explorador de su confianza, Xu Fu, a las misteriosas montañas del mar del Sur donde, según rumores, habitaba un mago con mil años de edad. Nunca regresó. Seguramente porque no encontró el prodigioso elixir o tal vez porque Xu Fu pensó que, aunque lo hallara, prolongar sin límite la vida de un hombre tan desmesurado solo podría acarrear funestas consecuencias.

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De entonces a hoy, vencer la decrepitud para convertirse en inmarcesibles remedos de Matusalén es una utopía corporativa de los poderosos. Adolfo Hitler consumía una metanfetamina especial, Pervitin, para retardar su deterioro físico. En la antigua URSS y en la China maoísta, las investigaciones en torno a la regeneración celular, el rejuvenecimiento y la prolongación de la vida formaban parte de la praxis revolucionaria orientada a la creación del 'Hombre Nuevo' comunista.

Fuimos testigos de la decadencia de Silvio Berlusconi tras una vida de poder, dinero, corruptelas y 'bunga bunga', cuyo final podemos imaginar semejante al de su compatriota y también empresario Angelo Rizzoli, quien tras recibir la extremaunción agonizó entre lamentos: «¡Pero yo no puedo morir! ¡Soy el hombre más rico de Europa!».

Todo esto es tan viejo y tan banal como el propio ser humano cuando, ebrio de sí, intenta burlarse de su destino. Creyéndonos capaces de someter a la naturaleza en todas sus manifestaciones, vemos la senectud y la muerte casi como una ofensa porque señala un límite que nuestra insaciable ambición no es capaz de traspasar. Hoy, la esperanza de vencer esa última frontera mediante la biotecnología retrata a nuestros dirigentes como émulos del crédulo Qin Shi Huang, que murió autoenvenenándose con mercurio.

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¿No es más juicioso y elegante apurar la vida hasta las heces aceptando nuestra natural caducidad? «Hay que irse acostumbrando a morir. Es más decente. Hay que marcharse con buena educación. Y, si es posible, tomarse tiempo para despedirse»: este sabio consejo de Eugène Ionesco podría habérselo dado Xu Fu a su emperador en sustitución del imposible elixir.

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