Me apropio de una vieja denominación ciclista de las que hay tantas y que seguirán asequibles in aeternum, ahora que, por este año se están ... corriendo las últimas etapas de la carrera más importante del mundo en esta especialidad, el Tour, solamente a falta de los Pirineos a batir (que no es poca cosa), lo que hace que me venga a a las mientes y me pregunte cómo los hubiera llamado a esos pedaleadores Nuestro Señor Don Quijote, presta su lanza enhiesta tan acometedora contra los 'treinta o pocos mas desaforados gigantes con brazos como aspas de molinos de viento' como se puede leer en el mítico libro.
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El ciclismo, ¡qué cosa!, me digo cada vez que voy pisando calle y me veo obligado a pensar, con cierta violencia de ánimo, justo es confesarlo y condenarlo, en azares del ciclismo, sensación agobiante, la del propenso al mareo mientras se rompe la interior tranquilidad como la del que salió una mañana de casa y todo era luminoso y resplandecía: perfume que gritaba olores silenciosos, amasijo de energías internas, y, al poco, en una esquina del recorrido, un ninja saltarín, arma medio oculta con habilidad de trilero, le desacelerada la andadura y se quedaba entre la angustia de la nuez en la garganta, entre banco y banco del parque ya sin esperanza y ya no poder sentarse. Sin fuelle. Sin corazón más que para doler aun latiendo. El pasado trae imágenes inolvidables, en este caso ciclismo del padre de familia con tres hijos al peluquero más de ochenta años atrás. Anteguerra. Carretera nueva. Olor a brea aún. Olor a colonias, a lociones. Vuelta a casa. Pasteles. ¿Pastelería Paqui? ¡Ay, la memoria!
Ciclismo con retozos de héroes siempre presentes, siempre efervescentes, redundancias inevitables como el de aquel especialista en victorias y trampas que para igualarse a él, se supone, se tuviera que imitarle hasta en cáncer de próstata. Ni siquiera a manera de recordatorio de aquel otro, campeón de campeones, inimitable e insuperable 'canibal', un tal Eddy, voracidad 'nunquamsuperata' ni por cocodrilos del Serengueti en sus anuales banquetes de ñúes, los escalofríos de la carne desgarrada como el trizar de los músculos de las piernas que pedalean automáticas, el anhelar del salvamento en la siempre difusa orilla del río como el descanso de la lengua abotonada difícilmente masticable; raspados de garganta seca ya sin siquiera resuello en el hollar de la cima.
Los cuidados que en las calles ciudadanas han de observarse respecto a los ciclistas, de muy difícil práctica para los que, víctimas de golpes de calendarios y más calendarios; para los que ya se nos han averiado las vértebras cervicales y miramos envidiosos a esas jóvenes veletas que exhiben su capacidad de revoloteo; virar y revirar de luces y de vientos que giran y rotan al menor impulso. La angustia de todos los días al llegar a la esquina de la calle por donde transita ese monstruo de rojizo color que dieron en llamar bidegorri, pista de velocípedos que se siente que me han cavado sensorialmente y colocado el presagio de que, una de esas veces de todos los días, ocurrirá la catástrofe: ese veloz animal metálico sobre cuyo sillín su pedaleador se siente más poderosos que un centauro de los de Tesalia, pero al mismo tiempo que de Amstrong, de Mercks, de Serengueti, de cocodrilos, de ñúes, de veletas y centauros, de vértebras cervicales y de extravíos mentales, y dado que las costumbres viarias ciclistas donostiarras no son, como tantas otras veces, ni ideaciones propias ni inventos sino copias cuyo modelo ha de buscarse en Amsterdam, lo que esos caminos ciudadanos de color rojizo y tránsito peligroso hácenme recordar es un trozo de los que don Pío, el de Itzea, acostumbraba a insertar, de cuando en cuando, como joyas de abalorio o de preclaro lucimiento lírico en ciertas –tantas— obras, al comienzo, aquí, de 'Los amores tardíos', en aquella historia de Larrañaga, anclado en su casa de Rotterdam enamorado de su prima Pepita casada con Fernando enamorado de la holandesa, que, en hablando no solamente de personas y de amores sino también de ciudades, Rotterdam es postergada ante Amsterdam en su comienzo y por medio como de esa especie de guía lírica en una de 'Las estampas iluminadas', y en la que Baroja habla de las bicicletas en su todo; percepción no tan a bulto, con perfiles:
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Por el puente próximo, ancho y asfaltado, corren las bicicletas, llevando un mundo de empleados a sus casas de las afueras. Hombres derechos en su máquina, serios, un poco doctorales, pasan de prisa. ¡El ciclismo! Carácter típico de los arios, según las clasificaciones un poco cómicas de Otto Ammon y de Vacher de Lapouge. Quizá los semitas, que abundan en la ciudad, pedalean también, copiando a los arios con cínica desvergüenza. El ario, la bicicleta; el semita, el camello. Chicas rubias, guapas, con el pelo suelto, marchan en su aparato con brío y estiran, sonriendo, con la mano, la falda corta para que no se les vean los pantalones con puntillas'. Es decir, una otra manera de ver el ciclismo: La barojiana.
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