Visillos
La luz que nos habita desnuda es la fuerza que nos impulsa a contemplar el entorno con la nitidez necesaria para percibir lo que se esconde
Sorprende al viajero de visita en los países nórdicos que las ventanas que dan a la calle, únicas que se ven, estén desprovistas de visillos, ... cortinas, o colgaduras semejantes. Preguntado el guía que armoniza los oficios amables de la amistad con los de la enseñanza de la ciudad y de sus lugares emblemáticos, que siempre abundan, según el fervor y la dedicación del guía o la paciencia y la curiosidad del visitante, vino a decir que era debido a la escasez de luz que acostumbra a haber en dichos países, porque ya, cuando en estas latitudes es mediodía furioso y radiante, allá el paisaje se sume en la profunda oscuridad y se funde con la noche más plena.
No parece mala interpretación, la luz es pura subsistencia; una habitación expuesta a lo claro por algún punto de su arquitectura es garantía de vida, de salud y de optimismo; en una habitación luminosa los pensamientos bailan descalzos y la memoria nada y bracea en esa inmensidad sin herirse. La luz que nos habita desnuda es la fuerza que nos impulsa a contemplar el entorno con la nitidez y claridad necesarias para percibir lo que se esconde. La verdad no nace de repente, va desvelándose a través del imperio de sombras y oscuridades que ocultan y enmarañan la visión de la realidad. La esperanza es una llama solitaria que alumbra los contornos abruptos del corazón, es un faro que nos indica el lugar que ocuparemos, siempre que insistamos en el cansino navegar.
Pero, aunque el amigo fuera remiso a reconocerlo, por los propios anclajes de la amistad debida o por el pudor con que los habitantes de los países nórdicos afrontan la intimidad, hay otra interpretación de esa ausencia notoria de visillos en las ventanas que dan principalmente a la calle y, así, favorecen la contemplación de los vecinos, cuando pasean por ella, o simplemente se paran a charlar. Como buenos cristianos, cumplidores con sus obligaciones y con las tareas diarias propias de la fe asumida, alejados de las tentaciones y también del propio pecado, quieren demostrar a los demás que no tienen nada que ocultar, que su interior (no solo en el sentido simbólico) es igual que su exterior, limpio y sin mancha, recogido y ordenado, para que nadie que lo vea desde el umbral pueda inferir alguna crítica o hacer algún reproche, aunque sea leve.
En ambos casos, tratan de mostrar que nada esconden, que su hogar, como otros aspectos de su vida, es un territorio lúcido, sin secreto alguno, digno de ser visitado y admirado.
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