Hombres
Los hombres no son únicos. Las mujeres ya participan en la fiesta, son la fiesta dentro de la fiesta. Verlas tocar, saltar, jugar; verlas andar, marchar, correr...
Resuena todavía el largo eco de los tambores. La fiesta va demorándose con lentitud sabia, a la alegría se le suma la fatiga, tras el ... ejercicio de recorrer las calles de la ciudad, engalanadas para esta ocasión trascendente. La noche ha encerrado a la luna, para que no se asuste, y ella se escapa por una ventana entreabierta a la plaza y corre detrás de trompetas, charangas y canciones inocentes. Se sale de ahí cuando es otro día, temiendo al abismo de las horas que caen con soltura, como si bailasen en la intemperie un vals leve. El aire nuevo sabe a miel, azúcar y caramelo. La dureza del tiempo acompaña a la suavidad del ambiente; del mar llega una brisa alegre. Nadie es igual tras haber visitado las islas de la ciudad, sin haber naufragado, o solamente a medias, como hacían los antiguos héroes. En el jardín de la mañana el sueño riega sus flores, abiertas para la ocasión.
Los hombres no son únicos, han perdido importancia, prestigio, renombre y fama. La calma, no; el valor se le supone; espejo son de una sombra que se cierne, flaca y enjuta, sobre los rincones atávicos y característicos. Las mujeres participan en la fiesta; las mujeres son la fiesta dentro de la fiesta, un imperio dentro de otro imperio, potencia que se desarrolla, potencia que se impulsa, potencia que se yergue sobre las demás. Verlas tocar, saltar, jugar; verlas andar, marchar, correr; verlas hablar en voz alta, cantar, perorar, es asistir a un cambio de función y de funciones. Son, no sólo están. Son la fuente donde se vierten las muchas aguas que trae el presente, los arroyos que, en el futuro, sin antes agostarse, irán a la mar de la esperanza y de la cordialidad temprana. Son la música que no calla, el silencio que se rompe, la luz que se eleva sobre el atardecer de las cosas, la luz que acompaña desde el amanecer hasta el ocaso, la sencilla llama de una vela que, a veces, provoca incendios, no siempre deseados.
Y están algunos atribulados, sumidos en la mayor de las perplejidades. El mundo cambia de rumbo y no da explicaciones. Pero siguen en su sitio el cauce del río, las avenidas agitadas por el viento, las aceras rociadas de noche y perfumadas de día, los escaparates, modelos de la realidad mercantil, parpadeando, emitiendo señales que todos comprenden. Hay signos y signos, quien quiera entender que entienda; quien no, que prosiga su camino, que la fiesta es de todos, mientras los corazones sigan latiendo al ritmo del tambor y de la trompeta.
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