La dana avanzaba; nosotros íbamos detrás y no le dimos alcance. Dejaba por donde pasaba un reguero de lluvias, vientos fuertes, tierras anegadas, riachuelos inflados, ... no solo por el orgullo de llevar agua por una vez en su vida última, que es la que nos importa, sino también por la sensación de servir de alivio en algo. Paramos en gasolineras inundadas, con los servicios atascados e inutilizados, cuando más falta hacían. Era curioso ver a las gentes, hombres, mujeres y niños, correr hacia los matorrales buscando un lugar donde desahogarse, empapados de la cabeza a los pies. Por todas partes se veían árboles arrancados de cuajo, postes de la luz, de cuando apenas había, de otra época, olvidados en la inmensidad de un campo sin principio ni fin, partidos por la mitad, con los cables por el suelo, como hilos sueltos del tejido de las palabras que no fueron. ¿Qué decirle a la naturaleza cuando esta enseña su poder? ¿Qué decirnos ante esa demostración insólita de fuerza? El asombro es la respuesta, la extrañeza ante algo que es superior y, en cierta medida, incontrolable.
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Vuelve la quietud lentamente, el sol se despierta, las nubes se alejan, suenan las alarmas en los dispositivos móviles. La autoridad competente y escarmentada anuncia que ha disminuido el peligro, que la normalidad estival regresa. La dana se esconde. El verano aparece con toda su intensidad, con su calor permeable, su fragancia de hojas revividas y agitadas, de arena salada, de mar recluido. El agua está tibia; la vida se encuentra fuera de la vida, del ajetreo, del trabajo, de la fatiga acostumbrada, de los síntomas postmodernos: el estrés y la angustia. Los bañistas se dedican a su deporte favorito; algunos, a no hacer nada de nada; otros, avanzan en la encrucijada de las olas, intentando dar caza a alguna, como si fuese una ballena blanca rebosante de rabia y espuma. Quieren subir a su lomo, ir hasta donde su habilidad y el ímpetu marina los lleven. Juegan y ganan.
No es la caza que buscan otras personas, varones en su mayoría, que, para demostrar su hombría, persiguen a otros seres humanos, considerados enemigos, por distintas razones, no todas ellas fáciles de entender. Puede que sea odio, puede que sea incultura. El odio se rebela como el oleaje, de manera ruidosa y abrupta. Quien odia a los demás es porque hace tiempo que ha dejado de amarse a sí mismo; se ha descuidado en los afectos importantes, se ha dejado llevar por la furia del viento presente.
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