Con la puñetera disculpa del 50 aniversario de la muerte de Franco, la matraca ha vuelto con renovada energía. Me da mucha pereza su evocación, ... porque vivir durante la dictadura, siendo muy joven, fue condenadamente largo, tedioso, gris y con tantas cosas prohibidas que su enumeración resultaría imposible. Parece ser que los jóvenes no saben quién fue, ni el veneno que dejó en una sociedad paleta, machista, que apestaba a cirio y que estrangulaba la sexualidad con su moralidad de naftalina. Yo entiendo que no sepan lo que es estar a la cola de las libertades y con la sensación de ilegalidad pegada a los talones, ¿Cómo entenderlo en nuestros días? Pero las lecturas que encuentro aquí y allá, no retratan la vida emocional, los impactos visuales, la castración permanente de lo pecaminoso misal en mano, ni la hucha racista del Domund.
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Cuando recuerdo aquellos años siento olor a cocido, a Mirurgía, Joya y Varón Dandy. Me veo delante de una monja que me dice que le diga a mi madre que me baje el dobladillo de la falda del uniforme, o viendo un desfile con unos zapatos nuevos que me hacían mucho daño. Recuerdo los domingos de transistor y rebequita de mis vecinos y me veo, nítidamente, comiendo pipas en un soportal pensando en la manera de escapar a un cielo brillante y desnudo y con unas ganas de pecar que ni te cuento. Yo, la verdad, dejo a los historiadores, la responsabilidad de informar de nuestra historia, porque lo cierto es que vienen aires difíciles, con ganas de meternos en vereda, como se decía en aquel entonces, pero que conmigo no cuenten. Tengo derecho a envejecer eligiendo mis recuerdos.
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