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El complicado futuro de Pakistán

Juanjo Sánchez Arreseigor

Lunes, 30 de julio 2018, 06:21

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En 1961 Pakistán albergaba a 53 millones de habitantes. A día de hoy son 212 millones, es decir, cuatro veces más. A título comparativo, en 1961 en España vivían 31 millones de personas y en 2018 somos 46,5 millones. Es decir, en España la población ha crecido un 50% escaso en 57 años, mientras que en Pakistán ha crecido un aterrador 400%. En estas condiciones, no es de extrañar que en el país existan pobreza, precariedad, subdesarrollo e inestabilidad política. Lo extraño es que el país entero no haya reventado, al menos no todavía. No cabe duda de que sus instituciones y su administración son mucho más sólidas de lo habitual en un país tercermundista. A fin de cuentas es un país que posee la base industrial y tecnológica para diseñar y fabricar por su cuenta bombas atómicas.

¿Es Pakistán una democracia? Se celebran elecciones, cierto, pero también se celebran en otros muchos países que no se pueden considerar democracias en modo alguno. Lo cierto es que en Pakistán existen determinados vicios que enturbian el proceso democrático: hay diversas formas de caciquismo y clientelismo institucionalizadas, la prensa recibe amenazas, y hay grupos terroristas que intenta impedir por la fuerza la celebración de elecciones. Sin embargo, Pakistán ha sido un país mucho más democrático que el Irán de los ayatolas, Rusia bajo Putin o lo que va a ser Turquía ahora que Erdogan ha completado su toma del poder. Por desgracia esa democracia nunca ha llegado a estabilizarse por una serie de problemas externos e internos.

El factor externo es el ejército. Los generales y oficiales consideran que el país les pertenece, de manera que intentan presionar a los gobernantes electos, y si eso no funciona dan golpes de Estado, igual que hacían sus colegas turcos.

El factor interno es con diferencia el más perjudicial. Los partidos políticos se articulan en torno al liderazgo personalista de clanes políticos que acaban formando verdaderas dinastías hereditarias: los Butho y los Sharif son las principales. Durante 70 años, estas poderosas dinastías han peleado entre sí y con el ejército para controlar el país. Tras el asesinato de Benazir Butho, Nawaf Sharif logró tomar el poder y buscó reducir la influencia del ejército, pero su gobierno cayó cuando los Papeles de Panamá desvelaron públicamente lo que era un secreto a voces: que gran parte de su gestión policía de gobierno no era más que un entramado de corruptelas a gran escala. Ahora bien, los Butho y los demás clanes menores no son diferentes.

Las elecciones recién celebradas nos han mostrado un fenómeno inédito, con los militares renunciando -de momento- al habitual golpe de Estado para adoptar una táctica mucho más insidiosa: asegurarse de que salga elegido un candidato a su gusto. Con Nawaf Sharif en la cárcel e inhabilitado, y el clan Butho desnortado por falta de liderazgo, los militares han presionado a diversos políticos para que se suban al carro del nuevo vencedor: el Movimiento por la Justicia (PTI) de Imran Khan.

Khan se ha proclamado vencedor sin esperar siquiera a que termine el recuento y haya resultados oficiales completos. Es la ventaja de comer en la mesa del amo. Con el 95% del voto contabilizado, el PTI de Khan obtiene 116 escaños, mientras que PML de su rival Sharif solo consigue 62. El PPP de la familia Butho se queda con 43, y el resto de partidos suman 42 escaños. La mayoría absoluta son 137. Es poco probable que las elecciones hayan sido amañadas en cuanto a los resultados globales, pese a las protestas de Sharif, pero es el resultado que más favorece al ejército. Sin mayorías sólidas, los militares tendrán mucho más fácil controlarlo todo desde la penumbra. Seguirán siendo el verdadero poder detrás del sillón presidencial.

Khan ha llegado al poder prometiendo eliminar la corrupción, crear diez millones de empleos, construir cinco millones de viviendas, buscar la paz con todos sus vecinos… Su pasado de playboy juerguista y campeón de críquet parecen alejarlo del perfil del adusto integrista islámico, dispuesto siempre a prohibirlo todo.

Este perfil electoral es música en los oídos de los jóvenes de las ciudades, de los pobres, de los campesinos. Sin embargo, es improbable que intente siquiera cumplir esas promesas. Para conseguir apoyos electorales mediante el clientelismo y el caciquismo, no ha dudado en pactar con los terratenientes y las oligarquías locales.

Khan también ha buscado el apoyo de los líderes religiosos más conservadores. Por lo tanto está claro que no va a liberalizar las costumbres ni luchar por los derechos de la mujer. Todo lo contrario: se ha manifestado a favor de las leyes sobre la blasfemia, que permiten castigar de manera desproporcionada a cualquiera que desafíe la interpretación más dogmática y cerrada del Islam. También ha servido para legitimar las oleadas de histeria y los linchamientos por delitos imaginarios.

En cuanto a la política exterior, está bajo control total de los militares. La construcción de viviendas baratas y la creación de empleos son solo palabras al viento si no hay dinero ni una administración eficaz. Por lo tanto, el futuro de Pakistán no parece muy esperanzador, pero su destino no está cerrado todavía.

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