El panorama diario, acaso siempre cambiante, parece que fuera siempre el mismo: el Covid, con su arrastre de víctimas, siempre tan perceptible y amenazante, mañana ... va, mañana viene; los gráficos tiñendo de rojo todo nuestro mapa, ni siquiera los que nada debemos ni a Apolo ni al espejo de nuestro cuarto de baño por habernos hecho nacer con semblante tan execrable no propicios sin embargo ni para la defensa de nuestro ego galante por medio de las mascarillas como mínima defensa de nuestra personalidad, etc, etc.
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A todo esto, y en otro terreno, para mí –ya sé que me equivoco— una de las más altas cataratas de inocencias de los sueños me pareció estar observando este viernes pasado – antes, mientras y cuando— a esa atleta japonesa –de cuyo nombre ni me acuerdo ni nunca lo recordaré—subía sus necesarios escalones hasta el pebetero que daba comienzo (con sus fuegos a lo fucsia supongo), esa manera que a unos sí que escalofriantes sueños en donde las medallas superan a alocados sueños quijotescos, supongo yo que muy principalmente para los héroes de los Epinicios de Píndaro (518–438 a.C.), amén que para los héroes mitológicos griegos incluidos los dioses y los personajes homéricos que también los más atacados por la fiebre de los soñadores a la manera de ese ya legendario inventor de las nuevas olimpíadas, el Barón de Coubertin, digamos que el primero de los resucitadores de epopeyas musculares que, si ya de tan extintas están que ni parecen otra cosa que miasma de camino se establece como algo que parece como intránima de reto a la divinidad que no supo dotar a sus criaturas de esa permanencia vital a tiempo total sin que nos estremezca nunca el paredón de la perpetuidad, al fondo las lontananzas siempre quedas, la última estrofa del vivir vibrando en fiebres cada vez más calenturientas, allá, muy lejano, el camino que nunca se ha de recorrer...
«Se hace camino al andar», dejó dicho el poeta por antonomasia, el más citado posiblemente de todas las antologías poéticas castellanas, el que esponjeó grutas cordiales y supo dejarnos la máxima de que «Poned atención: un corazón solitario/ no es un corazón», y el que «sobre el olivar,/ se vio a la lechuza / volar y volar», etc, etc... , caminos de andar y pensar en definitiva que, llegada que ha sido la festividad del Camino por excelencia, la del Señor Santiago 'y cierra España' vi a la venta en un quiosco y compré una revista de este Camino de excepción incongruo, la apoteosis del onomástico este domingo pasado, historia, mitos, leyendas, ritos, costumbres, gentes, crímenes...
A todo ello, yendo en caminos para admirar, de repente, en senderos improvisados que son tropiezos de alegría tanta –por proceder de valor tanto—que es como el del añadido de un libro más en esta mi biblioteca que, presionada en sus cinchas por la presión de sus cúmulos, se abre gozosa más aún sin embargo, con un emocionado parabién, ante este nuevo inquilino que es este intitulado 'Malte vive en mi jardín', escrito por una mujer donostiarra, Pilar Orlando Olaso, un dechado de persona de fuertes grumos de vitalidad que, manteniendo una tan tensionada lucha con esa tan horrenda enfermedad llamada esclerosis múltiple, lo que ofrece a nuestra consideración de lectores, es, hasta pudiera decirse, un escrito diríase que de humor que borbota, de ironías tan certeras que parece que escritas hubieran sido en talleres o laboratorios los más adecuados para ese intento, la burla apropiada para consultas a personas parásitas que chupan euros a los enfermados, un perrito asomado tanto a su jardín como al personaje rilkeano, historias de familia, de personas de su entorno, la familia en su vivir diario, en sus viajes, todo en una prosa sencilla, de fraseo breve, y un gran corazón viviendo una trágica suerte con el cálido acento de los grandes campeones, ¿donde la medalla para estas insuperables atletas como la Pilar donostiarra?
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Se me termina el espacio pero de ninguna manera el astro del estro como en una inspiración a lo Carlos Luis de Cuenca sobre el Ultrafuturismo, es decir «¡Hagamos añicos las antologias/ de los aborigenes hasta nuestros días,!» Dejo dicho, me atrevo, aquel otro 'tan mallarmeano que hasta Mallarmé se apellidaba', aquella mañana que llovía y había leído todos los libros, y con el conocido fervor ultraísta que de su boca exudaba – lenguas y saliva en la majadera amasadora del característico fabricante de frases para la eternidad más que en la utillería mental del congénere normal ni más ni menos— que «hay otros mundos pero que están en éste», pues claro.
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